lunes, 27 de diciembre de 2010

ELA (V)


Hay quien dice que el destino no existe. Quien dice que unas flores en un determinado momento no significan nada y quien asegura que un beso a la luz de las velas no supone nada. Yo fui de esas personas durante un tiempo. Era una incrédula, de las que ni si quiera creen en las casualidades, y la encargada de quitarle la magia a todo, incluso al más impensable de los momentos.
Tal vez fueron sus manos, esa sonrisa torcida y bobalicona cuando me miraba detenidamente o el simple hecho de cerrar los ojos mientras su nariz jugaba con la mía, sin más pretensiones que quedarse allí parado a escasos centímetros de mis besos y tan sólo imaginando que era suya. Tal vez fue su forma de no dejarme huir, de no dejarme tranquila cuando se lo pedía, porque en realidad él sabía que le estaba pidiendo a gritos que no me soltara de la mano. Quizá fue el verde de sus ojos o el ritmo al que latía su corazón cuando me abrazaba y yo me acurrucaba cómodamente en su pecho, a la vez que cerraba los ojos pensando que en aquel momento no habría lugar en el mundo en el que estuviera más protegida que entre sus brazos.

Nunca sabré que fue lo que me llevó a estar aquel día en la cama, envuelta en deseo y acariciando cada rincón de su piel con mis labios. Mi cuerpo se derretía al son de sus dedos dibujando en mi espalda un pentagrama con notas de pasión que subían lentamente con la delicadeza de la melodía de un piano recorriéndome el cuello para, más tarde, anidar en mi oído. Nuestra respiración se agitaba cada vez más y nuestros labios se fundían en uno, mientras todos los músculos temblaban ante tal actuación. Nunca lo sabré.
Cerré los ojos y recordé. Estábamos en un banco de piedra, empezaba a refrescar pero no importaba. De fondo una especie de rock and roll sonaba junto al grito de mil quinceañeras, y nuestro único grito era el silencio. Silencio mientras nuestros ojos se encontraban, descubriendo un nuevo brillo y un nuevo color bajo la luz amarillenta de las farolas. Silencio mientras nuestras bocas se cruzaban, rozándose apenas. Silencio mientras, simplemente, nos sonreíamos. Entonces descubrí la poca importancia de las palabras, a su lado lo racional se desmoronaba, dejaba de existir. A su lado reinaba el sinsentido, la magia.
Y no sabía que había dejado de ser una incrédula desde el momento en que le conocí.

El León Azul

Marina L.

domingo, 28 de noviembre de 2010

ELA ( IV )


Aún recuerdo el día que le conocí. En realidad mi primer contacto con él no fue visual, más bien lo primero que conocí fue su voz. Al fondo de aquella sala, sentado en la última fila de esas sillas rojas que daban un aire de seriedad y romanticismo al asunto, y con ademán indiferente se encontraba él. Un chico que no había visto nunca, a pesar de llevar más de un mes asistiendo a aquellas clases de teatro.
Supe de su existencia cuando habló por primera vez y yo, con curiosidad, giré la cabeza tímidamente para descubrir de dónde procedía aquella extraña voz. Quedaría precioso decir que surgió la química a primera vista, pero sería mentir. A mi parecer, el chico de la última fila no era más que otro orgulloso de los miles con los que suelo tropezarme, o al menos eso daba a entender por su aspecto. Llevaba una gorra que disimulaba una melena desaliñada, sus facciones se escondían tras esa barba de naufrago que al menos, a mi gusto, le daba un toque interesante. Vestí ropa ancha, unas dos tallas más grande de la suya. En condiciones normales, habría huido de él.
Ese fue nuestro primer momento, en una habitación tan sólo a unos metros y sin saber si quiera nuestros nombres. Sin embargo, a los pocos días la situación volvió a repetirse, pero ahora era yo la chica de la última fila. Podía divisar su gorra dos asientos más adelante, sabía que era él, su postura era inconfundible. Y mientras examinaba sus gestos y su aspecto de arriba a abajo con aquella cara de asco innato que no podía controlar cada vez que alguien de tales condiciones me quitaba el sitio, se giró para hablarme. Entonces pasó. Fue algo realmente curioso, a los cinco minutos de hablar, el boceto y los esquemas que había trazado sobre él quedaron reducidos al absurdo. Tan sólo mantuvimos la típica conversación superficial de la primera toma de contacto, aquella que más bien se hace por cortesía. Pero sorprendentemente, vi algo más allá de ese banal diálogo. Estaba segura que podría valer la pena conocer a aquel tipo que, así sin más, había aterrizado en mi vida. Usaré el tópico: algo en mi interior me lo decía.
Y se fue. La última imagen que recuerdo de aquel día son sus andares, con una mano en el bolsillo y la otra peinándose la barba, mientras se dirigía al que, más tarde, se convertiría en el famoso coche azul. Su sonrisa se dibujó a través del cristal, mirándome. Pero nunca imaginé que el adiós de esa despedida no volvería a repetirse, al menos hasta dentro de unos meses.

El León Azul
Marina L.

lunes, 11 de octubre de 2010

ELA ( III )


Y después empiezas a hacerte esas mil preguntas. ¿Había estado siempre ahí? ¿Era todo mentira? ¿Qué fue de sus palabras? ¿Realmente eras tú ahora o fue ella siempre?
En mi caso, creo que la presencia de X en aquel determinado momento fue un gran alivio a la larga. Llegó justo para hacerme sentir nada, pero para darme cuenta meses después de que era mucho más que todo lo que creía ser. El tiempo en que X aún no estaba en el mapa, me había hecho creer en eso que llaman amor, después de darlo por perdido hacía años. Había vuelto a sentir el recorrido de los escalofríos que iban desde el borde de mi oreja hasta el lunar de mi talón, cuando él se acercaba lentamente para rozarme con palabras envueltas en su aliento. Durante más de un mes, aquella maldita sonrisa estúpida que embellece rostros como ningún otro maquillaje, jugaba en mi cara, saliendo a flote y sin más, mientras caminaba con una imaginaria banda sonora a mis espaldas. Vivía en constante frenesí de película romántica, con las temidas y famosas mariposas en el estómago, y esa angustia flotante por el miedo a perderlo.
A escasos centímetros de sus labios, rozando el helor de la punta de su nariz y frente con frente, nos encontrábamos en el famoso coche que había vuelto mis días en retos de búsqueda desesperada para verlo aunque fuera un segundo a toda velocidad, o simplemente para saber que estaba en casa, a unos metros de mí. El vaho de los cristales nos envolvía en la oscuridad de la noche, y el ruido de la lluvia que lloraba el cielo negro con toques anaranjados, acompañaba el compás de nuestra respiración agitada. A aquella distancia de su boca, a un parpadeo de besarnos, y tras esa llamada desesperada minutos atrás, me di cuenta de lo miserable que podía llegar a ser aquel traidor.
La tensión de un beso suspendida en el aire, duró más de lo previsto. No estaba dispuesta a dejar que aquel mendigo de sexo gratuito, descifrara el secreto de mis labios. No estaba escrita en ningún lugar visible de su rostro la palabra piedad. Por tanto, el juego acababa de empezar.

El León Azul
Marina L.

viernes, 27 de agosto de 2010

ELA ( II )


Tres, un número peligroso, casi tanto como ese cariño temerario que desprendía sin quererlo. Aquel que se me había resbalado de entre las manos y había dejado suelto, azotando almas y arrebatando ilusiones. En definitiva, un cariño asesino que estaba deseando matar a besos a todo aquel que le mostrara un apéndice de afecto. Entonces, entraba en juego el número tres.
Nunca le llamé Amor, no me atreví a ponerle ese nombre que conlleva locuras entre sus sílabas, pero llegué a plantearme si Obsesión habría sido el apelativo más idóneo. De todas formas no fui capaz de nombrarlo, asique seguí llamándolo Cariño. Cariño, él y yo. Una simple regla de tres en la misma frase, por lo que no podía faltar X.
Sus palabras retumbaron en mis oídos cuando las leí en voz alta por tercera o cuarta vez. Se notaba la tristeza entre sus letras y el temor en mi voz, que vibraba al compás de la incertidumbre que marcaba aquella situación. “Debo contarte algo cuanto antes.”
Quise llegar antes, sólo para poder verle de lejos. Tenía demasiado frío, pero no me importaba esperar sentada en aquel banco de piedra a que llegara en su coche para resguardarnos del helor de la noche. Lo vi al final de la calle, atravesando las piedras que adornaban los jardines de la zona. Había venido andando, por lo que deduje que el frío tan sólo acababa de empezar.
Su silueta se recortaba bajo la claridad parpadeante que ofrecía la farola situada a unos metros de donde nos encontrábamos el miedo y yo. Envuelto en un abrigo negro y prácticamente camuflado en la oscuridad, se acercó lentamente y me arropó, entrelazando sus dedos por detrás de mi cintura. No quería que abriese la boca, no quería que me contara nada de lo que pasaba, quería vivir para siempre en ese momento. Un silencio tan abrumador que en mi mente sonaba melancólico nos acogía; el olor de esa colonia que conseguía erizarme aún cuando él no estaba, rozaba mi pelo; y sus labios tan cerca de los míos eran el resurgir de mi lado más inconfesable. Pero su mirada de hielo roto, atravesada de tristeza, hacía añicos todos los esquemas de lo que habría sido la noche más cálida en pleno invierno.
De la mano, sin poder soltarme de la suya, y en ese banco de piedra helado fue la primera vez que morí por unos segundos. Ahora también jugaba X.

El león azul

Marina L.

viernes, 30 de julio de 2010

ELA ( I )


Tenía demasiado cariño al alcance de sus manos. Era peligroso saber que lo había dejado al descubierto; vale que fuera verano, pero no estaba acostumbrado a pasear a la intemperie y podría caer enfermo en cualquier momento, quemado por unos rayos de sol demasiado intensos o dañado por la fuerza de un cuerpo ajeno que le rozara sin quererlo.
“Ten cuidado con lo que deseas”, recuerdo que me susurró antes de marcharse en su coche, ese que buscaba hasta en sueños, el que día tras día creía encontrar en cualquier parte, sólo para poder verle a él aunque fuera cosa de un segundo. Pero no le había hecho caso, no le encontraba sentido a temer aquello que tanto quieres, hasta esa tarde.
En bandeja, así era como tenía servido todo lo que llevaba dentro. Había deseado querer, poder querer a alguien, y ahora estaba sufriendo aquel maldito deseo en las entrañas. Ardía, pero no más que sus manos a un centímetro de las mías, no más que sus ojos perdidos en la nada, no más que aquellas palabras que estaba deseando callar con un beso. El viento dulce de verano soplaba batiendo mi pelo y agitando mis latidos, haciendo un cocktail sólo apto para mayores de edad. Alcohólica es lo que era en ese momento, una loca de atar que había dado todo por perdido y se había tirado a la bebida de sus labios, contagiándose de la estupidez que padecen los borrachos de amor.
Sabía que no podía quererlo, no por aquel entonces, pero era imposible controlar aquello que me salía fortuitamente, como si todo aquel cariño hubiera cobrado vida y desfilara por las calles, dejándose ver más de la cuenta. Pero ese cariño era débil ante cualquier adversidad, más bien ante cualquier gesto que acariciara su talón de Aquiles, o ante toda su persona en sí, para qué engañarnos. Un cariño peligroso, pues estaba deseando ser calmado por abrazos, besos o palabras, no le importaba, aunque en ello se llevara la vida, desgraciadamente, no sólo la suya y, por ende, la mía.

El León Azul

Marina L.

martes, 29 de junio de 2010

Hibernar: con H y con B.


Las obras maestras no existen. Y los humanos las buscan sin cesar.
No podemos negarlo, vivimos buscando la perfección, lo soñado tantas noches, bien mientras tus pestañas se entrelazaban forjando la cerradura de tus párpados, bien mientras tus ojos dejaban pasar la luz, clavados en un punto fijo, ausentes y ajenos a todo. Dormidos o despiertos, soñamos con alcanzar lo imposible.
Probablemente pensarás que me equivoco y que sí existen obras maestras. ¿Los clásicos literarios, por ejemplo? No, ni el Quijote ni Hamlet lo son, y mucho menos lo fueron. Te puedo asegurar, gracias a este sentimiento innato que me regala el olor a tinta y el sonido de las palabras, que ni Cervantes ni Shakespeare, ni el más famoso escritor; cineasta; deportista; ni tú, ni nadie ha encontrado su obra maestra. Nunca será perfecta, siempre habrá algo por lo que nos parezca insuficientemente buena, y entonces seguimos buscando, seguimos soñando. La esperanza siempre seguirá anclada en nuestro ser, no podemos evitarlo.
Pero en esa incesante búsqueda desesperada por encontrar la puerta a la felicidad, no nos damos cuenta que nadamos en círculos cada vez más cerrados, derrapando y volando bajo, dejándonos los bajos; los labios; los besos; las ganas y la ilusión. Una nube de humo nos venda los ojos y llegados al final, chocamos contra el muro de la realidad, sin nada que nos proteja y sin poder ver bien lo sucedido. Entonces, todo vuelve a empezar.
“Un poco bebida y atiborrada a tabaco”, así comenzó todo y así sigo hoy. Recuerdo aquella primera noche en la que me sentí impulsada a coger esta libreta y un bolígrafo, el optimismo inundaba la tinta que plasmaba con rapidez, las palabras nacían y revoloteaban por el papel, cual mariposa recién salida del capullo, torpes pero seguras.
Hacía tiempo que no me dejaba ver, más bien leer, no sé si por aquello a lo que llamé miedo; si por tantas frustraciones como he contado; si por esos amores y desamores de película vividos a través de un cristal o si fue por todos los desbarajustes que escriben mi vida; pero desistí y dejé de buscar entre estas paredes las esquinas por las que encontrar y enhebrar mi obra maestra.
Esta noche he vuelto a sentir la necesidad de notar el roce del papel en mis manos y la humedad de la tinta en mis nudillos, sólo para decir una palabra: Adiós. Sí, es una despedida, aunque más que “adiós”, me gustaría llamarlo “hasta luego”. No sé a dónde voy ni a dónde llegaré, tan sólo tengo claro que todo este tiempo vivido a través de la ventana ha acabado.
Nuestra obra maestra no se encuentra encerrada entre cuatro paredes ni en una piel, ni siquiera en dos. Es un alma libre. Dejemos de encerrarnos en la perfección, pues es la que no nos permite ver nuestra verdadera excelencia, el culmen de nuestra obra.
Enfrentarme al mundo, eso es lo que haré. Ya estoy cansada de hibernar.

HB
Marina L.

domingo, 23 de mayo de 2010

XI.


Vale, lo admito. Me hace gracia. Me hace gracia ver cómo te arrastras, cómo sueltas tu melena y te crees mejor que nadie, cómo ha subido tu falso ego en un minuto, cómo aquellas lágrimas que prometiste fueron menos hipócritas que tú, en cuando a su amor.
Mira, no es por meterme en la vida ajena, pero esto me incumbe a mí también. Si eres la mejor, la insuperable, la más guapa, la más alta… ¿por qué copias? No puedes dedicarte a ser tú misma, ¿sabes por qué? Porque en realidad no sabes quién eres. No sabes que tras esa bonita fachada, llena de tu fiel amigo el maquillaje, no hay más que papeles en blanco, no hay nada más que una transparencia innata que deja entrever todas tus carencias. Cariño, el tinte no pinta tu falta de personalidad.
Te daré un consejo, deja de lado toda esa ropa de marca “Envidia” que tanto te gusta vestir, te saldrá más rentable. Estamos en crisis, recuerda.
Pero tranquila, no te creas otra vez la protagonista, hoy no sólo tengo palabras para ti. También voy a encargarme de él, ese insulso que, al contrario que tú, no se arrastra, pues es demasiado para hacer eso. Es tan perfecto, tan guapo, tan “listo” (anda, mira ¡cómo tú!), tan capaz de hacer una cola de chicas tales como tú a sus pies, tan cabrón. Pero lo que más te gusta es lo rebelde que es siempre, lo “guay” que es cuando está con sus amigos, la manera indiferente con la que te trata y todos esos estufidos que te da. Te gusta lo machote que es, pues puede beberse veinte cubatas en una noche y luego coger el coche; porque puede pasarse una tarde entera fumando mierda con sus amigos y luego decirte cuánto te quiere. Qué triste que el olor a porro te recuerde a él.
Pero lo sabes. Sabes que te encanta y sabes que puede cambiar esos “pequeños detalles” en un futuro. ¡Aún es joven! No te preocupes amiga, claro que sí, el puede enamorarse de ti. Pero, por favor, no dejes a las demás mujeres rozando el suelo. Creo que aún existe algo de eso que llaman dignidad, ¿recuerdas?
Sí, es una especie en extinción.

HB
Marina L.

miércoles, 19 de mayo de 2010

X.


Bienvenida al mundo otra vez. Al fin he regresado, estaba segura de que esas semanas no durarían para siempre- o al menos sólo me quedaba que esa esperanza fuera cierta-. Sí, ahora puedo admitir que tuve miedo. No me enfrenté a esta libreta por falta de tiempo, sino por el miedo que sentía y que no podía identificar. Era incapaz de pensar acerca de mí, de lo que me estaba pasando, de lo que sentía. No lograba entenderme, estaba mal y no sabía, o más bien, no quería saber el por qué.
No tenía fuerzas, era como ir drogada a base de calmantes todo el día, como despertar después de una dosis de anestesia general. La Ley de Murphy era entonces mi ley de vida: si algo puede salir mal, saldrá mal. Lloraba sin más, las lágrimas fugitivas de mis ojos corrían a sus anchas por mi cara y me empapaban la almohada, cuando no, la montaña de folios con trabajos a medio hacer, que inundaba mi escritorio.
La agenda, siempre abierta encima de la mesilla, rebosaba de tachones rojos; de advertencias en amarillo chillón; de letras, números y siglas en lápiz; de frases sin sentido bordeando el papel y dibujando el orden más caótico. Y aún con esa esquinita troquelada que estaba deseando quitar. Esos trozos de papel, casi rotos por el peso de la tinta, eran los que más disfrutaban de mi mirada histérica. Eran el refugio de mi nerviosismo, la medicación que me ofrecía un resquicio de tranquilidad; aparte de mis famosas pastillas para la ansiedad. Sí, han vuelto, junto a la hiperventilación.
En realidad, no quería enfrentarme a mí misma. Temía poder topar con algo verdaderamente peor que todo aquel desastre superficial, porque en el fondo sabía que había algo en mi cabeza. Tal vez anhelos, tal vez recuerdos, quizá añoranzas de lo nunca tenido. De todas formas, me encontraba demasiado débil para averiguarlo.
Había perdido, incluso, la escasa confianza en mí, que poco a poco iba logrando. No era capaz, ni siquiera de coger un bolígrafo y escribir una sola frase. Nada valía, todo estaba mal.
Hoy aún queda algo de esa sensación, pero por fin he tenido el valor de sentarme a escribir estas banalidades de altas horas.
Perdonadme, se llama bloqueo emocional.

HB
Marina L.

domingo, 2 de mayo de 2010

IX.


Me costaba enfocar con la vista mi propia letra en el papel. Había estado todo el día delante de la pantalla del ordenador, mirando pero no viendo. Me metí en mi mundo abstracto aunque melancólico. Tan sólo me apetecía escuchar canciones con tonos graves y notas lentas, ver películas sin más efectos especiales que un beso.
Era un típico domingo de esos en los que no haces nada, que está nublado y no te levantas del sofá. Los domingos que mucha gente adora. Para mí son repugnantes. Malgastas un día de tu vida a la semana, que encima es festivo. Nunca lo entenderé.
Odio esos domingos porque, en mi vida, son los días tristes, los días en los que aflora la soledad de una manera que resulta incluso palpable. Son los días de recuerdos, de anhelar lo que fue, lo que perdiste y lo que no tienes. También días de envidia, cuando ves a familias felices vestidas de domingo, a parejas celosas del tiempo, a los novios de la Iglesia.
Pero ya ves, odiaba esos domingos de no hacer nada y ahí estaba yo, creando la hipocresía esclafada en una silla y con los ojos haciendo chiribitas. La verdad es que no tenía fuerzas como para ponerme a actuar, ni si quiera fuerzas para escribir.
Necesitaba llorar, tan sólo quería un día para llorar por nada. Lo necesitaba. Quería dejar mis lágrimas libres, sin dar ninguna explicación. Acurrucarme en la cama entre suspiros. Empapar pañuelos de nostalgias.
Es extraño, lo sé. Pero no puedo explicarlo. Verás, en mi vida hay días amarillos, esos en los que me siento yo, cuando sé que no hay nada más en mí que yo misma; días grises, en los que, como su propio nombre indica, mi vida no es más que una nube gris. También días blancos, que son y no son, esos en que no pasa absolutamente nada ni si quiera por tu cabeza. Y los domingos.

HB
Marina L.

domingo, 25 de abril de 2010

VIII.


Y me encantaba ver como seguían revolcándose en la mierda, en su propio ego y en su propio engaño. Creían que el mundo estaba en su mano, que todos comían a la hora que ellos querían. Ahora te mueres de hambre, luego te doy migas. Eran dueños de todo, dueños de todos. Sí, de toda esa falacia que consideraban su vida.
¿Pensabais que sois los mejores a la hora de manipular, verdad? Porque, claro, nadie se da cuenta de que los estabais engañando como a perros.
Si se tratara de un relato de terror diría que mis ojos estaban inyectados en sangre y que, con cuchillo en mano, me dirigía a asesinar sin pudor a todo aquel que me estorbara. Pero no, en realidad el rencor que nunca se había manifestado, ocupaba ahora el lugar de la sangre; y en vez de un cuchillo como alma letal, tenía un bolígrafo dispuesto a matar con palabras cualquier injusticia, a cualquier injusto más bien; a todos los que se habían creído superiores- sí, superiores en grado de idiotez, diría yo-; los que convirtieron mi vida en la cinta de la caja de un supermercado; y así seguiría, nombrando a más de la decena de miserables que habían pasado por mi vida hasta el momento. ¡Y dios sabe los que quedarían!
Aunque aquella noche ya cerré el pacto de condiciones impuestas a partir de entonces, conmigo misma. Era hora de bajar la barrera, de restringir el paso y ponerle freno a este tráfico de memeces- por no decir mamones, simplemente- que me conducían al borde de la locura más racional. Porque era en estos casos cuando mi “yo” más ecuánime se plantaba ahí, causando una guerra en mi interior. Y me ardía la sangre al pensar que andaban por ahí sueltos, por el mundo como reyes por palacio. ¡Con la de futuras víctimas que no estaban al tanto de sus delitos!
Pero así es la vida, y así va el mundo...supongo.

HB
Marina L.

domingo, 18 de abril de 2010

VII.


La pequeña ingenua había muerto.
Estaba sentada en la cama, con una mano en puño, clavándome las uñas en la palma; y con la otra apretando el bolígrafo contra el papel, cual arma contra cuerpo. La tinta sangraba con rapidez, impulsada por la ira que tenía entre los dientes.
Estaba harta. Harta de todo y de todos. De todos aquellos que violaron a la pequeña ingenua. Pues ahora estaba muerta, ¿y qué? Ya nadie más se aprovecharía de ella.
Llevaba toda la vida escuchando esos comentarios odiosos que, en un principio, te afectan tanto que incluso pueden llegar a variar tu vida. Sin embargo, cuando ya has aprendido a golpes de palo, te das cuenta que esos comentarios son tan absurdos, o menos, que las personas que los han proyectado como si de un misil destructor se tratara. Pues yo ahora vestía un chaleco antibalas por uniforme.
Y ya estaba cansada. Cansada de oírlos y de pasar de ellos. Nunca seré capaz de entender por qué la gente se dedica a criticar a los demás. Parece ser sencillo, pero eso de meterse en la vida ajena para opinar mal- porque nunca oirás una crítica constructiva en uno de esos comentarios- de lo que uno haya hecho o haya dejado de hacer, para mí era lo más incomprensible hasta el momento.
Tal vez mi vida fuese demasiado complicada, más que la de los demás, porque yo ya tenía suficiente con todo el caos que día a día escribía mi biografía. ¡Cómo para preocuparse por las complicaciones de otro!
En todo caso, estaba cansada de encontrar narices ajenas en mis sopas, en cada esquina y hasta en el baño. Mi vida era mía, pero sentía que no podía usarla con libertad. ¿Y qué pasa? que me había creído que todas aquellas personas estaban ahí como escalones en el camino. Pero la pobre ingenua no se dio cuenta de que simplemente eran piedras que lo entorpecían, hasta que murió.
En fin, quizá todo ese rencor tuviera nombre… ¿Envidia tal vez? Puede ser. Sí, creo que así lo llaman.

HB
Marina L.

domingo, 11 de abril de 2010

VI.


Las seis de la mañana. Hacía tan sólo una hora que me había camuflado entre el edredón. Los agudos ronquidos provenientes de la otra habitación perturbaron mi sueño, era imposible dormir. El sol comenzaba a asomarse tímidamente por las ranuras de la persiana y supuse que debía quedar nada para que sonara el despertador.
Cansada de intentar provocar el sueño, no pude evitar ponerme a pensar. Te aseguro que es de lo peor que puedo hacer, no sabes lo peligroso que puede llegar a ser estar en mi cabeza mientras el tráfico de pensamientos fluye, se atasca y se accidenta.
Aquella madrugada, con mil ronquidos como banda sonora, me sorprendí a mí misma. Su imagen estaba fija en mi cabeza, su sonrisa inmóvil y sus ojos clavados en mi sien. No entendía nada. Solamente lo había visto unos minutos y sin embargo, no podía apartar aquel rostro de mi pensamiento. Era todo tan extraño. Lo recordaba como a quien conoces de toda la vida, a la perfección. La sensación de confianza había crecido de forma natural sin esperarlo, y ya notaba la ilusión en la punta de los dedos de los pies, corriendo hacia arriba a una velocidad de escándalo.
¿Quién era? Un chico andaluz. Unos ojos azul océano, con un brillo único que llamó mi atención y me hipnotizó de tal forma que no podía dejar de encontrarme con ellos. Una sonrisa bonita, sincera, tímida, que creaba ese clima de confidencialidad. A parte de eso, no…no sabía quién era.
Estaba totalmente loca. Me había obsesionado con alguien que sólo había visto a través de la ventana. Es cierto que hablé con él unos segundos, o tal vez unos minutos, y eso fue lo que abrió la puerta a mi imaginación. No, yo no creía en el amor a primera vista. Únicamente era atracción seguida de obsesión.
Me preguntaba si habría actuado bien poniéndole trabas en su acercamiento a mí. Quizá había sido demasiado borde. Quizá si hubiera llegado a serlo menos, ni se hubiera esforzado en hablarme. Quién sabe. Otra vez el famoso pulso cabeza vs corazón volvía a las andadas, aunque bueno, últimamente siempre estaba presente.
Pensé buscarlo, quedarme horas en la ventana por si volvía a pasar. Gracias a dios, el pipi pi del despertador hizo sonar en mi cabeza un resquicio de cordura. En todo caso, lo mejor sería olvidar.

HB
Marina L.

domingo, 4 de abril de 2010

V.


Por fin había vuelto. Más débil o más fuerte, no lo sabía. Pero el caso es que ya echaba de menos coger un bolígrafo y estas hojas de papel a cuadros para escribir, a altas horas y con los ojos medio cerrados por el cansancio, las tonterías que se me pasaban por la cabeza a lo largo del día.
Como he dicho antes, no sé si había vuelto más fuerte o más débil, sólo sé que no sabía nada. Algo extraño me había sucedido en ese tiempo en que parecía haber desaparecido por completo. Me adentré en un paréntesis temporal en el que los minutos corrían como la horchata que llevaba en las venas. Pero aún así, no me había desesperado. Permanecí allí adentro, ignorante de la realidad, indiferente ante lo que pasaba. Hasta que el mundo había vuelto a girar. Alguien había pulsado el “play” de mi vida, que ahora se aceleraba a cada paso que daba.
Miedo. La seguridad y la confianza, ese algo que semanas atrás había entrado en mí y me había sacado tantas sonrisas como segundos hay en el día, se transformó en el nauseabundo miedo que sentía así sin más.
La incertidumbre era ahora mi escolta diaria, mi compañera de piso, de cama…de vida. Sentía que a cada paso que daba, debía enfrentarme a dos caminos tan aparentemente iguales. Sin embargo, uno era el bueno, el correcto; y otro el erróneo, ese que puede convertirse en la cruz de tu mundo. Y tenía que elegir rápido si no quería que la corriente me atrapase.
No sabía por qué, pero tenía la sensación de estar adentrándome en lo oscuro de un bosque sin salida. Y eso, sin duda, me asustaba cada vez más. Entre ramas y tímidos pasos en falso, conseguía mantener el equilibrio en la jungla más fatídica que existe: la de las decisiones.
El vaivén de asentimientos y negaciones construía una vida dedicada al frenesí de la incertidumbre. Si hacía lo que mi cabeza dictaba, notaba el hueco vacío de no saciar los sentimientos. Si seguía la sentencia del corazón, la sensación de estar equivocándome me carcomía por dentro.
Y entonces, ¿a quién tenía que escuchar? Nunca debí hacerme mayor.

HB
Marina L.

domingo, 28 de marzo de 2010

IV.


No me gustan para nada las montañas rusas. Tan sólo disfrutaba la velocidad con la que suben, cuando parecía que iba a salir proyectada al cielo y caer en cualquier lugar, Dios sabe dónde. Pero odiaba con todas mis fuerzas esos malditos tramos en los que casi estabas tocando el firmamento con los dedos de los pies y en décimas de segundo, la velocidad que antes me había enamorado, te deja hundido en la miseria. Odiaba las montañas rusas por esos asquerosos altibajos, y eso que mi vida era una puta montañita de éstas.
En realidad mi existencia era algo así como una feria. Todo muy bonito, lleno de música, luces, atracciones, algodón de azúcar…Hasta que vas a comprar tu fichita tan ilusionado y dentro de la caseta del tiovivo, te encuentras un gitano con cara de amargado y de timador en potencia. Sin duda, echa para atrás. Aunque si no te gusta esta comparación, también podría considerar mi vida como un circo nómada: divertido, construido al calor de las sonrisas más inocentes, vestido de colores que arropan…pero también lleno de payasos y animales. Además, tristemente, yo era la protagonista.
¿Qué por qué te digo todo esto? Pues porque, sin ir más lejos, aquel día había estado montada en un vagón de esas montañas rusas, metafóricamente hablando. Había despertado tan bien, tan contenta. Con esa sensación de que era mi día, pues aquella sonrisa que vestía mi adormilado rostro no podía engañarme.
¿Nunca te ha pasado? Que has despertado, pero aún así sigues soñando. Todo era tan mágico, el sueño de esa noche me había sentado tan bien. Además lo recordaba a la perfección, todo tenía sentido (cosa no muy común en mi; el tener sentido, digo.). Hasta que de repente caí del nido. Un rayo de luz no sólo me cegó al abrir la puerta, sino que me devolvió a la realidad. No tenía nada de lo soñado, volvía a poseer mi triste y monótona vida gris. Ya está, había rodado cuesta abajo.
Ya la teníamos para todo el día, mi sueño ya no tenía sentido. En realidad, mi siempre biografía carecía de sentido. Malditos días nublados.

HB
Marina L.

domingo, 21 de marzo de 2010

III.


Somos causa causada, podemos ser y no ser, estamos creados con un fin… Definitivamente, me estaba volviendo loca. Mis apuntes parecían haber cobrado vida y manipulado el resquicio de cordura que habitaba en mi mente.
Más pastillas, necesitaba otra dosis de respiración. No pienses que soy una simple drogadicta enganchada a un medicamento por placer. Eran necesarias sino quería que me encontrasen acurrucada en el suelo, víctima de la hiperventilación.
Mientras aquellos dos trozos redondos de productos tan naturales como la cirugía plástica se derretían en mi boca, la concentración ya me había abandonado y me encontraba divagando por un mundo muy paralelo al de las frases amarillo fosforito de mis apuntes.
No sé porque, pero unas extrañas ganas de tener a una persona especial a mi lado me invadieron, evadiéndome de todo lo demás. Me preguntaba por qué estaba sola, pero me extrañaba más el porqué me estaba haciendo tal cuestión. Sin embargo, me gustaba el juego. Me prometí ser sincera en mi silencio y abrir la mente a la búsqueda de posibles razones.
Con una persona especial me refiero a un chico. Sí, un hombre, varón, tío, macho...llámalo como quieras. Alguien del sexo opuesto capaz de dedicar su tiempo a mí. Aquella persona en la que yo formara parte vital de su universo.
Estaba bien así, siendo libre, me refiero. Muchas veces llegaba a la conclusión de que era incluso mejor estar soltera, sin complicaciones, ni malentendidos, ni comeduras de cabeza. Sin embargo, otras veces lo necesitaba. Necesitaba complicarme la vida un poco, calentarme la testa un rato e incluso sentirme celosa. Ya sabes, soy un bicho raro.
En realidad quería saber qué era aquello. Eso de no poder vivir sin la otra persona, el sentirte incompleto, vacío, sin sus miradas. Cambiar tu mundo por él. Pero… ¡ei! Ya era hora de pasar de página.
Y regresé a mis frases, cobijándome en ellas, por si acaso volvía a cuestionarme la existencia.

HB
Marina L.

domingo, 14 de marzo de 2010

II.


Dos pastillas bajo la lengua y a dormir con un atisbo de sonrisa en mi rostro. Empezaba a pensar que depender de aquellas pequeñas e insípidas dosis de relax no debía ser lo más sano, pero las ojeras y el cansancio me lo pedían a gritos.
Normalmente suelo recordar los sueños, aunque creo que aquella noche no soñé absolutamente nada. Caí rendida a los efecto del alcohol que minutos antes había subestimado. Desperté enroscada en un dolor de cabeza y el cuerpo dolorido, como si la conciencia me hubiera maltratado a golpes de martillo mientras estaba regalada al encanto de la almohada. Creí no haberme ido a la cama lo suficientemente borracha como para padecer aquella resaca que jugaba en mi cara y revoloteaba en mi cabeza. Sin embargo, sabía que todo lo que había dicho la noche anterior, aquello de ser verdaderamente yo, no habían sido simples delirios del fondo de la botella o quimeras de barras de bar, porque curiosamente seguía con esa agradable sensación en mi interior. Notaba que la libertad había llegado para quedarse, estaba segura. Mi “yo” fue tocado por la verdad y decidió desnudarse, hasta ser detenido por escándalo público.
Hundida en el sofá y con una bolsa de crujientes patatas fritas, sufrí unas enormes ganas de viajar. Viajar a la aventura. Hacer una maleta con ropa veraniega y otra en la que abundaran las capas, el abrigo. Dejarme caer en un aeropuerto acompañada por la incertidumbre y la adrenalina de esperar al último minuto de algún vuelo, para aterrizar donde el mismo viento me hubiera llevado. No saber lo que te espera, dónde vas a pasar las noches, lo que llegarás a vivir allí donde quiera que el caprichoso destino te haya enviado. Eso era lo que en realidad me gustaba, convertir mi vida en constante devenir y en un gran sueño a cumplir.
Tal vez la grasa de las patatas me había inundado hasta las ideas, pero sentía la necesidad de incluir aquello en mi lista de objetivos. Lo pondría entre ser feliz y escribir un libro. Sí, ahí estaba bien.

HB
Marina L.

domingo, 7 de marzo de 2010

I.


Un poco bebida y atiborrada a tabaco, pero aún así con el último cigarrillo del paquete consumiéndose al ritmo de caladas prolongadas, descubrí que por una vez en la vida había comenzado a ser yo. No es que fuera ebria, de lo contrario habría sido imposible llegar hasta la cama con la cantidad de ideas pesadas que rondaban mi cabeza aquella noche, sino que simplemente me había cansado de tonterías, de caretas, apariencias, inhibiciones y todo eso que ahora está tan de moda. Hablo del mundo diva y del “qué dirán”. Ya tenemos suficiente con vivir, como para preocuparnos de las sandeces que se les pasen a los demás por la cabeza, ¿no crees?
Sentía el humo dirección pulmones, limpio y seco. Dolía. En realidad, ni si quiera me gustaba notar cómo el alquitrán quemaba mi garganta, provocándome esa tos de inexperto fumador, ni cómo la nicotina bailaba por ahí a sus anchas. No me gustaba, pero me relajaba y era justo lo que necesitaba. La ansiedad se había apoderado de mi respiración ya unas semanas atrás y seguía sin devolvérmela. Era torpe respirando, como si acabara de nacer. Lo sé, es un tanto paradójico: fumar para poder respirar mejor. Pero de eso va la vida, ¿no? Pura paradoja.
Sí, soy un bicho raro y aquella noche supe que me encantaba serlo, porque ni más ni menos así era toda yo, un bicho raro. Tanto tiempo creyendo ser lo que no era, que había olvidado mi forma de pensar, la manera de hablarme a mí misma cuando únicamente se oían mis suspiros; en definitiva, olvidé mi verdadera forma de ser. Esa que cuando estáis a solas, tú y ella, no puedes controlar. Y así, sin comerlo ni beberlo, salió a flote. Tal vez mis dieciocho años empezaron a surgir efecto, pero me sentía extrañamente bien. Todo aquello que rondaba mi cabeza, salía por mi boca con la naturalidad de la que siempre había estado celosa.
Tenía sueño, pero no dormía. Algo en mi interior estaba haciendo de las suyas, jugando con sustancias prohibidas que alteraban mi existencia. Sin embargo, comenzaba a ser adicta a esa sensación. Quizá me costara respirar, dormir o mantener mi mandíbula relajada, pero así me sentía más viva que nunca.
Estaba sola, aunque no podía pedir más. Tan sólo otro cigarrillo y, ¿por qué no?, otra copa.

HB
Marina L.

sábado, 6 de marzo de 2010

HB


martes, 2 de marzo de 2010

Ceda el paso*


Ahora tengo yo el control. El volante se desliza suavemente entre mis manos, siento la velocidad al rozar el acelerador, el sol ilumina la carretera. Ha llegado mi momento.
Aún noto las tijeras cortando mi pelo húmedo, el sabor a chocolate en mis labios, el colorete de mis mejillas y el rímel en las pestañas. Mis tacones viajan de copiloto, ese perfume rosa y dulce inunda el coche. El móvil suena sin parar con la odiosa e inoportuna canción que me aparta de mi universo y siempre me devuelve al mundo hostil del que venimos o que, más bien, hemos creado. Subo el volumen de la radio, la música se apodera de mis sentidos, abro la ventanilla y grito. Grito y grito, ahora soy yo. Grito, pues soy libre. Grito, pues me siento viva.
Me había negado a continuar así, sentada a la espera de algo que dicen llamar felicidad. Se me estaba escapando la vida apoltronada delante de esa hoja asquerosamente blanca, y no podía aguantar ni un minuto más el ser consciente de aquello, de mi propio suicidio. Por eso, aquella tarde la bravura de mujer salió a mi encuentro.
Cogí las tijeras y, sin pudor alguno, comencé a cortar esos largos y formales mechones que hacían aún más amarga mi expresión. Abrí el frigorífico y ataqué la tableta de chocolate que tanto tiempo había sido mi tentación. Recuperé el maquillaje guardado en lo hondo del cajón, pinté mis labios del rojo más apasionante que encontré, el rosa de mis mejillas hacía resaltar aún más esos ojos que habían estado ocultos tras la indiferencia, ahora marcados con una línea que los revelaba más intensos que nunca. Y vestí aquellos tacones infinitos, que hacían retumbar allí donde pisara. Había llegado la hora. El coche me esperaba, dispuestos ambos a retomar el control.

Marina L.

viernes, 19 de febrero de 2010

A la luz de la cordura*


Nunca. Nunca mis escritos habían empezado con otra palabra que no fuera “nunca”. Comenzaban y terminaban, todos y cada uno de ellos, con ese término que para mí era igual a principio y equivalente a fin. “Nunca”, puede marcar el final de una etapa y por consiguiente, el principio de otra; y es en este caso cuando “nunca” se convierte en el preámbulo de una nueva experiencia. Pero, “nunca” también es igual a jamás, y jamás es igual a no volver a vivirlo.
Me di cuenta aquella noche de lluvia. Cobijada bajo la sombra del paraguas, seguía, únicamente, el ruido de mis pasos reduciendo al silencio las gotas que mojaban insistentemente el camino. No sabría explicarte el porqué decidí cambiar esa odiosa manía de mirar al suelo mientras caminaba, pero sé que aquella noche lo hice, alcé la vista al frente y no pude evitar sorprenderme. Fue como descubrir un nuevo horizonte, descifrar el valor escondido de la lluvia y sentir el brillo del asfalto como espejo de mis huellas.
Una pequeña sonrisa se me escapó de entre los labios, igual que la imaginación voló recreando en mi mente la fotografía más perfecta que había visto. Yo diría que incluso el aire era diferente, el olor a tierra mojada que tanto odiaba, ahora era más dulce, más suave; se podía respirar mejor. Calmé mi frecuente marcha acelerada, disfrutando de las nuevas sensaciones que una decisión, en un momento determinado, puede ofrecerte sin ningún tipo de interés. Sentía, no el frio, sino el refrescante aliento del rocío acariciarme la cara, escuchaba la música del agua al caer, como pequeños ríos, por el alcantarillado; mientras en mi cabeza nadaba un nuevo pensamiento. Aquel pensamiento que me hizo cambiar los “nuncas” por los “siempres”. Nunca volvería a mirar desde arriba, ahora siempre miraría de frente. Siempre.

Marina L.

miércoles, 10 de febrero de 2010

No más*


No estaba bien. Lo había intentado ocultar bajo esa sonrisa que vestía orgullosa día a día, pero no estaba bien. Es curioso, sin embargo, me lo había creído hasta yo. Me engañé de tal forma que llegué a sorprenderme a mi misma cuando aquella lágrima que me quemó la mejilla, desencadenó mi destemplado llanto.
Sola y llorando lo comprendí, no estaba bien. Había creído olvidar, no echarle de menos, no necesitar su presencia ni sus silencios. En realidad, creí no necesitarle.
Pero sabía que jamás volvería a arrastrarme, estaba cansada, harta de hacer esfuerzos en vano. Había perdido cualquier ilusión que él me pudiera haber creado, sin embargo necesitaba sentir su olor acariciando mis noches, necesitaba su calor aún en los días de verano, necesitaba no sentirme sola. Pero no me movería, no iría en su búsqueda desesperada, simplemente lo dejaría marchar. Porque en mi baldía cabeza seguían retumbando las palabras que, a partir de entonces, se convertirían en mi credo: Nunca busques, tan sólo déjate encontrar.

Marina L.

domingo, 7 de febrero de 2010

Primera vez*


- Nunca pienses que vas a recuperar lo que perdiste. Si se marchó de tu vida fue por algo, y en el triste caso de que volviera, te aseguro que no sería igual. Porque la primera vez es mágica, la primera vez es insuperable, pero sobre todo irrepetible. De ahí su nombre, primera vez.
Primer llanto, ¿vas a volver a nacer?; primer beso, ¿vas a olvidar, a caso, como se dan?; primera vez que viste sus ojos tristes, ¿quieres que vuelva a sufrir?; primer amor, ¿de verdad quieres que vuelva?
Son tantas las cosas que anhelamos, que deseamos volver a vivir…pero piensa, ¿no crees que precisamente eso sea lo que las hace tan increíbles?
Los recuerdos son eso, recuerdos. Antojos del pasado, pasiones acalladas del presente y esperanzas de un iluso futuro, en definitiva, un triste y maldito recuerdo que puede llegar a invadir tus días y ahogarte las noches en llantos, con sus apócrifas imágenes. No te alimentes de nostalgias amigo, ¿no crees que es mejor salir a buscar tu primera vez? –

Aquel viejo maloliente al que tanto había despreciado, me acababa de demostrar que los únicos ignorantes de la barra del bar éramos mis ojeras, mi peste a alcohol y yo, quitándome la repugnante prepotencia de un solo golpe.

Marina L.

martes, 2 de febrero de 2010

Sangre fría*


Hasta tal punto había llegado la soledad, que me encontraba sentada en la cama, en la penumbra de una noche de invierno, hablándole a un cuaderno en blanco.
La lamparita que había sobre mi cabeza proyectaba una tenue claridad que hacía renacer mi lado más oculto, mi verdadero rostro apartado de cualquier máscara maquillada de apariencias.
Mis labios aún latentes y húmedos de sangre, no paraban de recordarme lo que minutos antes aquel cabrón con alma de hiel y un asqueroso atractivo, me había hecho. Todavía notaba sus frías manos sobre mi cara, apretando con sus dedos mis desvaídos pómulos y recorriéndome el cuello como si mil cuchillas afiladas me acechasen. Era entonces cuando el pánico se apoderaba de la situación y lo único que podía sentir era la grima que me causaba aquel inmundo.
No iba a parar, no pararía de escribir, aunque aún estuviese temblando – bien por estar empapada de lluvia, bien de miedo- no dejaría aquel cuaderno hasta sentirme completamente a salvo.
Sólo me quedaba aquello, esas páginas en blanco llenas de crueles confesiones, pero tan reales como los moratones que relucían en mis muñecas. Cobijada entre frases y duras palabras, era la única manera de sentirme viva, de saber que aún existía. La tinta me hacía fuerte aún cuando la suerte, e incluso la vida, me habían dado la espalda, pues sabía que aquello era lo único que nunca nadie podría quitarme.

Marina L.

sábado, 30 de enero de 2010

Adios*


Puedes perder la esperanza, es cierto. Puedes sentirte muerto, aun notando el dolor de las lágrimas abrasando tus mejillas, es cierto. Puedes estar lleno de rabia, y calmarla con solo escuchar una palabra de su dulce boca. Puedes morirte, pero no importarte. Puedes sentirlo todo y nada, es cierto.
Hubiera dado lo que fuera por que aquel viento que me acariciaba fueran sus manos. Me sentía tan pequeño, incluso viendo el entramado de calles diminutas, que bailaban al compás del frenético ruido de la cuidad, desde lo alto de ese edificio. Era pequeño y tan eternamente infeliz, no podía explicarlo. Todo se desprendía de mí. Se había ido, mi sonrisa se había ido. Se fueron, mis ganas de vivir se fueron. Me olvidó, la energía me olvidó. Me abandonaron, ella y la ilusión.
¿Sabes qué? Nunca la tuve, nunca estuve más cerca de ella que una mirada. Pero era mágico. Era tan irreal aunque asombroso el sentirla sin rozarla. Enamorarse de sus pasos, su infinita sonrisa y sus palabras. Esas palabras que más tarde odiaría, pero que no podría dejar de anhelar el delicado sonido que emanaban.
¿Sabes qué? Lo habría dado todo. Todo por un “te quiero” como aquel. El brillo de sus ojos vestía su rostro, impenetrable y fugaz para mí. Y sus labios rosados alumbraron aquellas dos palabras.
Fue una pena, lo sé. Fue una pena que aquel traidor se las llevara consigo, las utilizara y luego las dejara marchar, solas y llorando por la tonta ilusión que él les vendió.
Es una pena que hoy escriba el punto final de esta carta, de este amor y de esta vida. Pero… ¿sabes qué? Empezaré de cero, comenzaré a vivir. Tenlo claro, es cierto.

Marina L.

viernes, 29 de enero de 2010

Aguas destiladas*


Todas las personas cambian, y yo me dí cuenta aquella noche. Tal vez los efectos del alcohol mezclados con la brisa marina de un amanecer en la playa alteraron mis ideas, mis decisiones o lo que fuera aquello que estaba haciendo; pero el caso es que fue el momento más crucial e inesperado que jamás imaginé.
Por aquella ventana de marcos viejos y persianas ruidosas y carcomidas por el padre tiempo, escaparon mucho más que los ronquidos de las dos personas con las que compartía habitación. De aquella cornisa saltaron al olvido los suspiros cargados de ingenuas proposiciones tomadas por capricho, de todas esas cosas que durante tanto tiempo había considerado importantes.
¿Nunca has sentido la necesidad de hacer las maletas y largarte sin más a ningún lugar? Pues bien, hazlo. Pero nunca huyas. Te aseguro que fue lo mejor de aquel misterioso viaje. Ese principio en el que, aunque ebria, decidí mi final.

Marina L.

Sin fecha de caducidad*


“Las verdaderas historias de amor son las más fugaces.” Y tenía toda la razón. Aquella anciana de labios hundidos y cabellos quebrados, que tanto tiempo había estado dedicada a la soledad, era a mi juicio, una de las personas más sabias de aquel elegante barco tan hipócrita.
“Jamás pensé que eso fuera cierto, siempre esperé más. Pero mírame, aquí estoy, engalanada con los mejores trapos que verás en mucho tiempo, brillante y estupenda como la decoración de este salón, y acompañada, únicamente, por esta frágil sonrisa que envuelve los pedazos que llevo dentro y oculta un interior destrozado y roto por la vanidad de una esperanza.
Sólo hoy, al ver tus ojos perdidos y tu mirada tránsfuga, me he dado cuenta que cuanto busqué, lo hallé. Esperamos una larga historia, pero nunca nadie dijo que los cuentos fuesen eternos, pequeña. Puedes sentirlo todo en un minuto, y al siguiente perder cuanto lograste. Esa es la magia del amor…supongo.”
Y sus ojos se cerraron al compás que floreció la sonrisa más sincera que había visto nunca. Su rostro envejecido y sus facciones marchitadas, brillaban como aquellos diamantes que lucía en el cuello.
“Y yo la tuve. Sí, la tuve. Fue fugaz, pero de una intensidad que sólo la brevedad sabe pintar. Una noche en la que gané una ilusión y terminó un sueño: mi anhelada historia de amor.”

Marina L.

jueves, 28 de enero de 2010

Una historia de dos*



Un hombre sin sentimientos. Así me describía aquella mojada noche de septiembre, en la que la luna luchaba por abrirse paso entre las nubes e iluminar con una tenue luz mi rostro oscuro en las tinieblas. Mi piel rozaba la suave manta que me cabalgaba sobre las piernas mientras se me cerraban los ojos por una apacible brisa de invierno. Esbozando sueños aun despierto, imaginaba ese mundo en que el sol erizaba mi piel, reflejando un blanco sonrisa en el cristal de la habitación. De repente mis ojos se abrieron como platos al oír el destemplado chillido de un niño llorando en plena calle. Un bebé apareció delante de mi puerta, abandonado y sin ninguna nota que lo delatase.
Aquel mágico viento que despedía el verano recorrió mi cuerpo, al igual que aquella sensación inundó mi rostro. Sus pequeños ojos aún grises e inocentes se clavaron en mi corazón remendado y tan desgastado por el padre tiempo. Sin pensar en mis actos, no dudé en acoger a esa pequeña criatura que el dichoso destino había hecho llegar hasta mí. Era incapaz de dejar de darle vueltas a la cabeza pensando quién o qué semejante engendro había podido abandonar a aquella pequeña e indefensa criatura en el portal de una casa desconocida.
No pensé otra cosa que alimentarlo y cambiarlo, pero me fue imposible. Carecía de los utensilios adecuados, nadie me había explicado cómo cuidar un niño. Corrí a la silleta donde se encontraba la criatura en busca de un libro de instrucciones, pero al poco desistí. Tenía que ingeniármelas.
Allí estábamos, frente a frente. Sus diminutas facciones se enfrentaban enrabietadas a las mías marcadas por el cansancio y esas líneas del tiempo que se me habían dibujado casi sin darme cuenta. Lágrimas inciertas nacían de sus ojos incansables, mientras yo, ensimismado en cesar su llanto, daba por perdida cualquier esperanza de hacerme con la situación.
Cogí aquel cuerpo tan frágil entre mis brazos y lo apoye sobre mi pecho. Jamás olvidaré aquel instante. Ese momento en que, después de tanto tiempo, volví a sentir la vida al rozar mi apagado corazón con sus torpes latidos. Noté de nuevo el amor por mis venas, fluyendo entre los glóbulos rojos. En aquel instante supe que nunca lo podría apartar de mi y que era lo que había anhelado desde hacia mucho tiempo. Toda esa emoción se manifestó sin quererlo en una intensa lágrima. Me había devuelto la vida.
Me tumbe en la cama con el bebé sobre mi y caímos rendidos a los deseos y sueños de la esponjosa almohada, cómplice de mis noches de soledad.

Rubén H. y Marina L.

miércoles, 27 de enero de 2010

Blancas ilusiones*


Podría describirla en una palabra, ingenua. Era demasiado joven e inocente para darse cuenta de la cruda realidad. Su vida era un sueño en el que el propio devenir vestía de flores y de ilusión, adornado con un velo que llenaba de rosa su mundo y no la dejaba ver más allá de la felicidad.
Será imposible olvidar aquella página de su diario, escrita con una caligrafía impecable y cuyas frases desprendían un dulce olor a fresa. Aquella confesión que leí días antes de su muerte, era la declaración mas certera que había visto en mucho tiempo. –Mucha gente debería tenerla entre sus manos- pensé.

Querido diario,
Hoy me siento un tanto melancólica. Me falta algo. Anhelo aquello que está en cualquier rincón, aquello que se llama amor. Desearía tener a esa persona especial a mi lado o al menos, conocerla y decir: Sí, es él, lo he encontrado.
Pero no es tan fácil. Sabría describir a mi chico ideal y todas aquellas cosas que me gustaría hacer a su lado, en unas cuantas páginas. Aunque prefiero hacerlo a mi manera.
*Cosas especiales de mi chico ideal y aquello que me gustaría hacer con él:
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Estas son algunas de esas cosas. Estoy segura que no hacen falta palabras, ni que esto quede por escrito como un manual de instrucciones. Se que el día que él aparezca descubrirá y llenará con hechos cada uno de esos guiones. Hasta entonces permaneceré aquí, en el silencio de esta habitación, extrañando esos besos inciertos que endulzan mi fantasía y a la vez me amargan el momento, cuando vuelvo a la realidad y sigo viendo estas malditas frases blancas.

Metí la mano al bolsillo y rompí aquella lista de objetivos a cumplir por el que fuera el hombre de mi vida. Se habían acabado los esquemas para mí.

Marina L.

viernes, 22 de enero de 2010

Ciudad eterna*


El grito de las ruedas y el suave frenazo me avisaron de que el trayecto había llegado a su fin. Aquella sensación de grandiosidad, entusiasmo y admiración empezó a adueñarse de mis gestos nada más rozar esos adoquines de cuidad antigua con el caucho de mis zapatos. Sin más equipaje que una maleta y un corazón lleno de parches, caminaba con rumbo desconocido. Absorta por aquellas calles bañadas de historia, podía empaparme de pasado e imaginar ese mundo de gladiadores y esclavos, princesas y dioses, que durante mil horas había esbozado al deslizar mis ojos entre las líneas de aquellos libros y apuntes que tanto me embelesaban.
Creando mi propia fantasía tintada de legendarias batallas y repasando con la memoria cada característica de cualquier rincón barroco, me había adentrado en una travesía, desviándome del camino que aquel señor, de espeso bigote blanco y ese tono italiano que tanto me gustaba, me había marcado hacia el hostal mas barato. El impacto se hizo presente en todas y cada una de mis facciones, me brillaban los ojos y mi boca entreabierta no respondía. Frente a mi estaba aquel famoso anfiteatro, que todo el mundo ha visto en fotos, pero que pocos han podido disfrutar- u otros que simplemente no han sabido- de su magia en persona. El grandioso Coliseo se mostraba dispuesto a posar desnudo ante el objetivo de mi cámara.
El enfoque era perfecto, una luz única que resaltaba aun más la belleza de aquellos tres órdenes que componían su fachada. Tenía el botón hábilmente pulsado, cuando una gran sombra apareció frente al aparato.

Marina L.

jueves, 21 de enero de 2010

Éxodo de razón*


Quizás era demasiado tarde para huir, pero no pude evitarlo.
Las miradas solitarias de aquel vagón me atravesaron nada mas entrar. Dando tumbos por el largo e inestable pasillo llegué a los únicos asientos libres y no dudé en colocarme junto a la ventana.
El sol manifestaba su presencia a través de esa cortina anaranjada. Bajo el cobre desteñido que había proyectado aquel trozo de tela, mi cabeza seguía dándole vueltas a lo mismo. Quería dejar de pensar en lo que estaba haciendo. Huía, pero sabía que no era lo correcto. Deseaba dejar atrás todo, aquellas cosas que habían hecho de mi vida un pozo en el que solo encontraba basura, recuerdos podridos y desgastados que me había cansado ya de utilizar. Soñaba con que todos aquellos desaliños pasaran tan rápidamente como el paisaje que corría tras ese cristal en el que podía ver reflejada la mirada del cobarde- y yo era la más pusilánime de aquel tren-. En el interior de mis pupilas reflejadas, pude distinguir cómo un pequeño pájaro seguía el ritmo que marcaba mi vista. Esa extraña criatura desapareció con un simple parpadeo dejando en su lugar diminutas estrellas que abandonaban brillantes perlas, formando éstas a su vez, una figura perfecta envuelta en un halo de colores. Aquel arco iris de melancólicas sensaciones ocultaba el rostro de ese ser, que por alguna razón inyectó un dulce veneno en mis venas. Un narcótico que estaba segura de haberlo probado antes.
Bajo los efectos de aquella afable droga, la aureola cromática, que rodeaba al cuerpo anónimo, fue desapareciendo hasta hacer visible el mismo rostro del pecado. Sus ojos eran inconfundibles, su anatomía inverosímil, sus labios…sus labios eran míos.
- Lo sientes, ¿verdad? Sientes como entra y te gusta. No intentes huir, sabes que es tarde. El angustioso veneno del amor esta divagando lentamente por tu interior. La solución no es escapar.-
Aquella boca rojo fuego y color pasión se acercaba lentamente, dispuesta a acariciar mis labios. Y al sentir el roce ardiente, desperté. Habíamos llegado.

Marina L.

martes, 19 de enero de 2010

Un recuerdo*

-Perdona, ¿te conozco?-
Y me largué sin más. Tanto tiempo esperando este momento para darme cuenta de que todo fue un gran error. Todas aquellas noches soñando ese instante en el que sus ojos volvieran a abrirse ante los míos y me acariciara con aquel brillo que me erizaba la piel, habían sido destrozadas por el estridente sonido que emanó de esas palabras.
Huí con la ira y la vergüenza cargadas a mi espalda. Estaba sola, literalmente abandonada en una cuidad donde reinaba el sol. -¿Dónde está la gente?- me preguntaba a mis misma, mientras el rey del cielo quemaba mi piel y me dilataba las pupilas.
Pululando por calles vestidas de oro no podía evitar escuchar los gritos de los recuerdos que me ardían en la cabeza y me chamuscaban el corazón.
Ya tenía claro que no era una de las personas mas interesantes que te puedes encontrar en la vida, que mi personalidad tal vez era similar a la de miles de individuos, sabía que tan solo era un ser sencillo y normal, pero nunca pude imaginar que fuera tan poco. ¿Cómo se puede borrar tan fácilmente a una persona con la que has compartido un año de tu vida? Tantos momentos que invadieron una larga historia de caricias y besos, quedó enterrada en lo más oscuro y profundo del olvido, en lo hondo de ese mar de oxido en el que nunca querrás ahogarte.
Entre odio, recuerdos y lágrimas, había acelerado mi paso sin percatarme prácticamente de ello. Estaba en una calle sin salida, cortada por esas obras que atravesaban la nuez de la ciudad. Al fondo, había un hombre. Todo ocurrió en un instante. Lo ultimo que recuerdo, ver caer sus pantalones.
-¿Estás bien?- sus palabras retumbaron en mi hueca cabeza.
Parpadeé insistentemente para asegurarme que no era una alucinación. Estaba frente a mí, sosteniéndome entre sus brazos. Me había salvado.
- Siento no reconocerte, pero es esta maldita enfermedad. Es extraño, sin embargo, tus labios me resultan familiares.-

Marina L.

lunes, 18 de enero de 2010

Sabor a blanco y negro*


Ahí seguía. Ya ni si quiera recordaba su existencia, pero ahí estaba. Doblada como el primer día, colocada en el mismo lugar, entre las mismas hojas de esa carpeta que me había acompañado durante tanto tiempo. Nunca quise sacar aquella foto de su sitio, más bien no quise sacarlo a él de mi vida.
Sus brazos rodeaban mi cintura con delicadeza, mis manos acariciaban sus hombros con dulzura, nuestras sonrisas se unían dando un resplandor único a la cámara. Me quedé mirando fijamente aquellos ojos culpables de toda mi historia, de tantas alegrías y desilusiones creadas por esos dos cristales azules que me habían robado hasta la última gota de razón. Sentí miedo. Aparté rápidamente la vista de su rostro, y reparé en la mirada que yo misma sostenía en la fotografía. Las palabras amor e ilusión se escondían tras el lenguaje del brillo singular que regala la luna a altas horas. Pero es imposible ocultar la realidad, y toda esa quimera de colores y delicias se tornó en blanco y negro, tal y como aquel retrato que sufría entre mis manos, temblorosas por el maldito recuerdo que había despertado. No dejé de repetirme una y otra vez que debía ser fuerte -o al menos que la soltara cuanto antes- pero ya era tarde. La emoción y la nostalgia vagaron transeúntes por el camino del corazón, por la avenida de la mente, y al fin, se hicieron ocupas de mis actos. Aquella imagen, que ya empezaba a arderme sobre las rodillas, quedó empapada por sus propias victimas, lagrimas melancólicas que empezaron a inundar la armonía de los recuerdos. Y entonces, sonó el teléfono.

Marina L.

domingo, 17 de enero de 2010

Al otro lado*

Salió de su casa sigilosamente. El fuerte viento le abatió el pelo, hasta retirarlo completamente de su cara. No había nadie por la calle. Caminó sola, acompañada del ruido de sus pasos. Un ruido sonoro por aquel tacón de vértigo. Eran sus zapatos preferidos, que aunque pareciese mentira, eran a su juicio de lo más cómodos. Se aproximaba a la parada. Un resquicio de pánico se adueñó de su cara durante unos segundos. Las farolas se apagaron a su paso. Pero en un abrir y cerrar de ojos todo volvió a la normalidad. Llegó a aquella solitaria parada, donde se encontró bajo la luz parpadeante de la farola. Sentía el frió en cada rincón de su cuerpo. Esperó de pie, mirando al horizonte, en la misma dirección del viento. Estaba deseando que llegase el autobús. El frío era cada vez más intenso, el causante de una lagrima cristalina que resbaló por la cola de su ojo.
Observaba el paisaje que tenía frente a sí. Una fusión entre lo natural y lo industrial. Cientos de árboles sumergidos en la sombra daban paso a millones de luces incandescentes. Le habría encantado, en aquel momento, tener pincel y lienzo a mano para poder captar ese cuadro único. Pero entonces lo vio. Es difícil describir aquella primera sensación de querer estar en sus brazos aun sin conocerlo, sin si quiera haber sentido el roce de sus palabras en su oído. Y aquella magia, que la envolvió durante aquellos intensos segundos, se la llevó el viento que le alborotó el pelo. Nunca debería haber cruzado la calle. Nunca debería haber estado allí.
Lo tenía entre sus brazos, como había deseado hacía tan sólo un instante, acarició su rostro ensangrentado y besó sus labios ya pálidos por el impacto, pero aun así tan hermosos y tan dulces como había soñado, llevándose consigo el último suspiro de dos vidas desconocidas.

Marina L.

 

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