domingo, 2 de mayo de 2010

IX.


Me costaba enfocar con la vista mi propia letra en el papel. Había estado todo el día delante de la pantalla del ordenador, mirando pero no viendo. Me metí en mi mundo abstracto aunque melancólico. Tan sólo me apetecía escuchar canciones con tonos graves y notas lentas, ver películas sin más efectos especiales que un beso.
Era un típico domingo de esos en los que no haces nada, que está nublado y no te levantas del sofá. Los domingos que mucha gente adora. Para mí son repugnantes. Malgastas un día de tu vida a la semana, que encima es festivo. Nunca lo entenderé.
Odio esos domingos porque, en mi vida, son los días tristes, los días en los que aflora la soledad de una manera que resulta incluso palpable. Son los días de recuerdos, de anhelar lo que fue, lo que perdiste y lo que no tienes. También días de envidia, cuando ves a familias felices vestidas de domingo, a parejas celosas del tiempo, a los novios de la Iglesia.
Pero ya ves, odiaba esos domingos de no hacer nada y ahí estaba yo, creando la hipocresía esclafada en una silla y con los ojos haciendo chiribitas. La verdad es que no tenía fuerzas como para ponerme a actuar, ni si quiera fuerzas para escribir.
Necesitaba llorar, tan sólo quería un día para llorar por nada. Lo necesitaba. Quería dejar mis lágrimas libres, sin dar ninguna explicación. Acurrucarme en la cama entre suspiros. Empapar pañuelos de nostalgias.
Es extraño, lo sé. Pero no puedo explicarlo. Verás, en mi vida hay días amarillos, esos en los que me siento yo, cuando sé que no hay nada más en mí que yo misma; días grises, en los que, como su propio nombre indica, mi vida no es más que una nube gris. También días blancos, que son y no son, esos en que no pasa absolutamente nada ni si quiera por tu cabeza. Y los domingos.

HB
Marina L.

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