lunes, 18 de enero de 2010

Sabor a blanco y negro*


Ahí seguía. Ya ni si quiera recordaba su existencia, pero ahí estaba. Doblada como el primer día, colocada en el mismo lugar, entre las mismas hojas de esa carpeta que me había acompañado durante tanto tiempo. Nunca quise sacar aquella foto de su sitio, más bien no quise sacarlo a él de mi vida.
Sus brazos rodeaban mi cintura con delicadeza, mis manos acariciaban sus hombros con dulzura, nuestras sonrisas se unían dando un resplandor único a la cámara. Me quedé mirando fijamente aquellos ojos culpables de toda mi historia, de tantas alegrías y desilusiones creadas por esos dos cristales azules que me habían robado hasta la última gota de razón. Sentí miedo. Aparté rápidamente la vista de su rostro, y reparé en la mirada que yo misma sostenía en la fotografía. Las palabras amor e ilusión se escondían tras el lenguaje del brillo singular que regala la luna a altas horas. Pero es imposible ocultar la realidad, y toda esa quimera de colores y delicias se tornó en blanco y negro, tal y como aquel retrato que sufría entre mis manos, temblorosas por el maldito recuerdo que había despertado. No dejé de repetirme una y otra vez que debía ser fuerte -o al menos que la soltara cuanto antes- pero ya era tarde. La emoción y la nostalgia vagaron transeúntes por el camino del corazón, por la avenida de la mente, y al fin, se hicieron ocupas de mis actos. Aquella imagen, que ya empezaba a arderme sobre las rodillas, quedó empapada por sus propias victimas, lagrimas melancólicas que empezaron a inundar la armonía de los recuerdos. Y entonces, sonó el teléfono.

Marina L.

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