jueves, 28 de enero de 2010

Una historia de dos*



Un hombre sin sentimientos. Así me describía aquella mojada noche de septiembre, en la que la luna luchaba por abrirse paso entre las nubes e iluminar con una tenue luz mi rostro oscuro en las tinieblas. Mi piel rozaba la suave manta que me cabalgaba sobre las piernas mientras se me cerraban los ojos por una apacible brisa de invierno. Esbozando sueños aun despierto, imaginaba ese mundo en que el sol erizaba mi piel, reflejando un blanco sonrisa en el cristal de la habitación. De repente mis ojos se abrieron como platos al oír el destemplado chillido de un niño llorando en plena calle. Un bebé apareció delante de mi puerta, abandonado y sin ninguna nota que lo delatase.
Aquel mágico viento que despedía el verano recorrió mi cuerpo, al igual que aquella sensación inundó mi rostro. Sus pequeños ojos aún grises e inocentes se clavaron en mi corazón remendado y tan desgastado por el padre tiempo. Sin pensar en mis actos, no dudé en acoger a esa pequeña criatura que el dichoso destino había hecho llegar hasta mí. Era incapaz de dejar de darle vueltas a la cabeza pensando quién o qué semejante engendro había podido abandonar a aquella pequeña e indefensa criatura en el portal de una casa desconocida.
No pensé otra cosa que alimentarlo y cambiarlo, pero me fue imposible. Carecía de los utensilios adecuados, nadie me había explicado cómo cuidar un niño. Corrí a la silleta donde se encontraba la criatura en busca de un libro de instrucciones, pero al poco desistí. Tenía que ingeniármelas.
Allí estábamos, frente a frente. Sus diminutas facciones se enfrentaban enrabietadas a las mías marcadas por el cansancio y esas líneas del tiempo que se me habían dibujado casi sin darme cuenta. Lágrimas inciertas nacían de sus ojos incansables, mientras yo, ensimismado en cesar su llanto, daba por perdida cualquier esperanza de hacerme con la situación.
Cogí aquel cuerpo tan frágil entre mis brazos y lo apoye sobre mi pecho. Jamás olvidaré aquel instante. Ese momento en que, después de tanto tiempo, volví a sentir la vida al rozar mi apagado corazón con sus torpes latidos. Noté de nuevo el amor por mis venas, fluyendo entre los glóbulos rojos. En aquel instante supe que nunca lo podría apartar de mi y que era lo que había anhelado desde hacia mucho tiempo. Toda esa emoción se manifestó sin quererlo en una intensa lágrima. Me había devuelto la vida.
Me tumbe en la cama con el bebé sobre mi y caímos rendidos a los deseos y sueños de la esponjosa almohada, cómplice de mis noches de soledad.

Rubén H. y Marina L.

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