-Perdona, ¿te conozco?-
Y me largué sin más. Tanto tiempo esperando este momento para darme cuenta de que todo fue un gran error. Todas aquellas noches soñando ese instante en el que sus ojos volvieran a abrirse ante los míos y me acariciara con aquel brillo que me erizaba la piel, habían sido destrozadas por el estridente sonido que emanó de esas palabras.
Huí con la ira y la vergüenza cargadas a mi espalda. Estaba sola, literalmente abandonada en una cuidad donde reinaba el sol. -¿Dónde está la gente?- me preguntaba a mis misma, mientras el rey del cielo quemaba mi piel y me dilataba las pupilas.
Pululando por calles vestidas de oro no podía evitar escuchar los gritos de los recuerdos que me ardían en la cabeza y me chamuscaban el corazón.
Ya tenía claro que no era una de las personas mas interesantes que te puedes encontrar en la vida, que mi personalidad tal vez era similar a la de miles de individuos, sabía que tan solo era un ser sencillo y normal, pero nunca pude imaginar que fuera tan poco. ¿Cómo se puede borrar tan fácilmente a una persona con la que has compartido un año de tu vida? Tantos momentos que invadieron una larga historia de caricias y besos, quedó enterrada en lo más oscuro y profundo del olvido, en lo hondo de ese mar de oxido en el que nunca querrás ahogarte.
Entre odio, recuerdos y lágrimas, había acelerado mi paso sin percatarme prácticamente de ello. Estaba en una calle sin salida, cortada por esas obras que atravesaban la nuez de la ciudad. Al fondo, había un hombre. Todo ocurrió en un instante. Lo ultimo que recuerdo, ver caer sus pantalones.
-¿Estás bien?- sus palabras retumbaron en mi hueca cabeza.
Parpadeé insistentemente para asegurarme que no era una alucinación. Estaba frente a mí, sosteniéndome entre sus brazos. Me había salvado.
- Siento no reconocerte, pero es esta maldita enfermedad. Es extraño, sin embargo, tus labios me resultan familiares.-
Marina L.
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