
Hay quien dice que el destino no existe. Quien dice que unas flores en un determinado momento no significan nada y quien asegura que un beso a la luz de las velas no supone nada. Yo fui de esas personas durante un tiempo. Era una incrédula, de las que ni si quiera creen en las casualidades, y la encargada de quitarle la magia a todo, incluso al más impensable de los momentos.
Tal vez fueron sus manos, esa sonrisa torcida y bobalicona cuando me miraba detenidamente o el simple hecho de cerrar los ojos mientras su nariz jugaba con la mía, sin más pretensiones que quedarse allí parado a escasos centímetros de mis besos y tan sólo imaginando que era suya. Tal vez fue su forma de no dejarme huir, de no dejarme tranquila cuando se lo pedía, porque en realidad él sabía que le estaba pidiendo a gritos que no me soltara de la mano. Quizá fue el verde de sus ojos o el ritmo al que latía su corazón cuando me abrazaba y yo me acurrucaba cómodamente en su pecho, a la vez que cerraba los ojos pensando que en aquel momento no habría lugar en el mundo en el que estuviera más protegida que entre sus brazos.
Nunca sabré que fue lo que me llevó a estar aquel día en la cama, envuelta en deseo y acariciando cada rincón de su piel con mis labios. Mi cuerpo se derretía al son de sus dedos dibujando en mi espalda un pentagrama con notas de pasión que subían lentamente con la delicadeza de la melodía de un piano recorriéndome el cuello para, más tarde, anidar en mi oído. Nuestra respiración se agitaba cada vez más y nuestros labios se fundían en uno, mientras todos los músculos temblaban ante tal actuación. Nunca lo sabré.
Cerré los ojos y recordé. Estábamos en un banco de piedra, empezaba a refrescar pero no importaba. De fondo una especie de rock and roll sonaba junto al grito de mil quinceañeras, y nuestro único grito era el silencio. Silencio mientras nuestros ojos se encontraban, descubriendo un nuevo brillo y un nuevo color bajo la luz amarillenta de las farolas. Silencio mientras nuestras bocas se cruzaban, rozándose apenas. Silencio mientras, simplemente, nos sonreíamos. Entonces descubrí la poca importancia de las palabras, a su lado lo racional se desmoronaba, dejaba de existir. A su lado reinaba el sinsentido, la magia.
Y no sabía que había dejado de ser una incrédula desde el momento en que le conocí.
El León Azul
Marina L.
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