
El grito de las ruedas y el suave frenazo me avisaron de que el trayecto había llegado a su fin. Aquella sensación de grandiosidad, entusiasmo y admiración empezó a adueñarse de mis gestos nada más rozar esos adoquines de cuidad antigua con el caucho de mis zapatos. Sin más equipaje que una maleta y un corazón lleno de parches, caminaba con rumbo desconocido. Absorta por aquellas calles bañadas de historia, podía empaparme de pasado e imaginar ese mundo de gladiadores y esclavos, princesas y dioses, que durante mil horas había esbozado al deslizar mis ojos entre las líneas de aquellos libros y apuntes que tanto me embelesaban.
Creando mi propia fantasía tintada de legendarias batallas y repasando con la memoria cada característica de cualquier rincón barroco, me había adentrado en una travesía, desviándome del camino que aquel señor, de espeso bigote blanco y ese tono italiano que tanto me gustaba, me había marcado hacia el hostal mas barato. El impacto se hizo presente en todas y cada una de mis facciones, me brillaban los ojos y mi boca entreabierta no respondía. Frente a mi estaba aquel famoso anfiteatro, que todo el mundo ha visto en fotos, pero que pocos han podido disfrutar- u otros que simplemente no han sabido- de su magia en persona. El grandioso Coliseo se mostraba dispuesto a posar desnudo ante el objetivo de mi cámara.
El enfoque era perfecto, una luz única que resaltaba aun más la belleza de aquellos tres órdenes que componían su fachada. Tenía el botón hábilmente pulsado, cuando una gran sombra apareció frente al aparato.
Marina L.
No hay comentarios:
Publicar un comentario