
Hasta tal punto había llegado la soledad, que me encontraba sentada en la cama, en la penumbra de una noche de invierno, hablándole a un cuaderno en blanco.
La lamparita que había sobre mi cabeza proyectaba una tenue claridad que hacía renacer mi lado más oculto, mi verdadero rostro apartado de cualquier máscara maquillada de apariencias.
Mis labios aún latentes y húmedos de sangre, no paraban de recordarme lo que minutos antes aquel cabrón con alma de hiel y un asqueroso atractivo, me había hecho. Todavía notaba sus frías manos sobre mi cara, apretando con sus dedos mis desvaídos pómulos y recorriéndome el cuello como si mil cuchillas afiladas me acechasen. Era entonces cuando el pánico se apoderaba de la situación y lo único que podía sentir era la grima que me causaba aquel inmundo.
No iba a parar, no pararía de escribir, aunque aún estuviese temblando – bien por estar empapada de lluvia, bien de miedo- no dejaría aquel cuaderno hasta sentirme completamente a salvo.
Sólo me quedaba aquello, esas páginas en blanco llenas de crueles confesiones, pero tan reales como los moratones que relucían en mis muñecas. Cobijada entre frases y duras palabras, era la única manera de sentirme viva, de saber que aún existía. La tinta me hacía fuerte aún cuando la suerte, e incluso la vida, me habían dado la espalda, pues sabía que aquello era lo único que nunca nadie podría quitarme.
Marina L.
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