
La pequeña ingenua había muerto.
Estaba sentada en la cama, con una mano en puño, clavándome las uñas en la palma; y con la otra apretando el bolígrafo contra el papel, cual arma contra cuerpo. La tinta sangraba con rapidez, impulsada por la ira que tenía entre los dientes.
Estaba harta. Harta de todo y de todos. De todos aquellos que violaron a la pequeña ingenua. Pues ahora estaba muerta, ¿y qué? Ya nadie más se aprovecharía de ella.
Llevaba toda la vida escuchando esos comentarios odiosos que, en un principio, te afectan tanto que incluso pueden llegar a variar tu vida. Sin embargo, cuando ya has aprendido a golpes de palo, te das cuenta que esos comentarios son tan absurdos, o menos, que las personas que los han proyectado como si de un misil destructor se tratara. Pues yo ahora vestía un chaleco antibalas por uniforme.
Y ya estaba cansada. Cansada de oírlos y de pasar de ellos. Nunca seré capaz de entender por qué la gente se dedica a criticar a los demás. Parece ser sencillo, pero eso de meterse en la vida ajena para opinar mal- porque nunca oirás una crítica constructiva en uno de esos comentarios- de lo que uno haya hecho o haya dejado de hacer, para mí era lo más incomprensible hasta el momento.
Tal vez mi vida fuese demasiado complicada, más que la de los demás, porque yo ya tenía suficiente con todo el caos que día a día escribía mi biografía. ¡Cómo para preocuparse por las complicaciones de otro!
En todo caso, estaba cansada de encontrar narices ajenas en mis sopas, en cada esquina y hasta en el baño. Mi vida era mía, pero sentía que no podía usarla con libertad. ¿Y qué pasa? que me había creído que todas aquellas personas estaban ahí como escalones en el camino. Pero la pobre ingenua no se dio cuenta de que simplemente eran piedras que lo entorpecían, hasta que murió.
En fin, quizá todo ese rencor tuviera nombre… ¿Envidia tal vez? Puede ser. Sí, creo que así lo llaman.
HB
Marina L.
Hay gente mala y gente buena, acostúmbrate ya.
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