domingo, 14 de marzo de 2010

II.


Dos pastillas bajo la lengua y a dormir con un atisbo de sonrisa en mi rostro. Empezaba a pensar que depender de aquellas pequeñas e insípidas dosis de relax no debía ser lo más sano, pero las ojeras y el cansancio me lo pedían a gritos.
Normalmente suelo recordar los sueños, aunque creo que aquella noche no soñé absolutamente nada. Caí rendida a los efecto del alcohol que minutos antes había subestimado. Desperté enroscada en un dolor de cabeza y el cuerpo dolorido, como si la conciencia me hubiera maltratado a golpes de martillo mientras estaba regalada al encanto de la almohada. Creí no haberme ido a la cama lo suficientemente borracha como para padecer aquella resaca que jugaba en mi cara y revoloteaba en mi cabeza. Sin embargo, sabía que todo lo que había dicho la noche anterior, aquello de ser verdaderamente yo, no habían sido simples delirios del fondo de la botella o quimeras de barras de bar, porque curiosamente seguía con esa agradable sensación en mi interior. Notaba que la libertad había llegado para quedarse, estaba segura. Mi “yo” fue tocado por la verdad y decidió desnudarse, hasta ser detenido por escándalo público.
Hundida en el sofá y con una bolsa de crujientes patatas fritas, sufrí unas enormes ganas de viajar. Viajar a la aventura. Hacer una maleta con ropa veraniega y otra en la que abundaran las capas, el abrigo. Dejarme caer en un aeropuerto acompañada por la incertidumbre y la adrenalina de esperar al último minuto de algún vuelo, para aterrizar donde el mismo viento me hubiera llevado. No saber lo que te espera, dónde vas a pasar las noches, lo que llegarás a vivir allí donde quiera que el caprichoso destino te haya enviado. Eso era lo que en realidad me gustaba, convertir mi vida en constante devenir y en un gran sueño a cumplir.
Tal vez la grasa de las patatas me había inundado hasta las ideas, pero sentía la necesidad de incluir aquello en mi lista de objetivos. Lo pondría entre ser feliz y escribir un libro. Sí, ahí estaba bien.

HB
Marina L.

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