viernes, 19 de febrero de 2010

A la luz de la cordura*


Nunca. Nunca mis escritos habían empezado con otra palabra que no fuera “nunca”. Comenzaban y terminaban, todos y cada uno de ellos, con ese término que para mí era igual a principio y equivalente a fin. “Nunca”, puede marcar el final de una etapa y por consiguiente, el principio de otra; y es en este caso cuando “nunca” se convierte en el preámbulo de una nueva experiencia. Pero, “nunca” también es igual a jamás, y jamás es igual a no volver a vivirlo.
Me di cuenta aquella noche de lluvia. Cobijada bajo la sombra del paraguas, seguía, únicamente, el ruido de mis pasos reduciendo al silencio las gotas que mojaban insistentemente el camino. No sabría explicarte el porqué decidí cambiar esa odiosa manía de mirar al suelo mientras caminaba, pero sé que aquella noche lo hice, alcé la vista al frente y no pude evitar sorprenderme. Fue como descubrir un nuevo horizonte, descifrar el valor escondido de la lluvia y sentir el brillo del asfalto como espejo de mis huellas.
Una pequeña sonrisa se me escapó de entre los labios, igual que la imaginación voló recreando en mi mente la fotografía más perfecta que había visto. Yo diría que incluso el aire era diferente, el olor a tierra mojada que tanto odiaba, ahora era más dulce, más suave; se podía respirar mejor. Calmé mi frecuente marcha acelerada, disfrutando de las nuevas sensaciones que una decisión, en un momento determinado, puede ofrecerte sin ningún tipo de interés. Sentía, no el frio, sino el refrescante aliento del rocío acariciarme la cara, escuchaba la música del agua al caer, como pequeños ríos, por el alcantarillado; mientras en mi cabeza nadaba un nuevo pensamiento. Aquel pensamiento que me hizo cambiar los “nuncas” por los “siempres”. Nunca volvería a mirar desde arriba, ahora siempre miraría de frente. Siempre.

Marina L.

miércoles, 10 de febrero de 2010

No más*


No estaba bien. Lo había intentado ocultar bajo esa sonrisa que vestía orgullosa día a día, pero no estaba bien. Es curioso, sin embargo, me lo había creído hasta yo. Me engañé de tal forma que llegué a sorprenderme a mi misma cuando aquella lágrima que me quemó la mejilla, desencadenó mi destemplado llanto.
Sola y llorando lo comprendí, no estaba bien. Había creído olvidar, no echarle de menos, no necesitar su presencia ni sus silencios. En realidad, creí no necesitarle.
Pero sabía que jamás volvería a arrastrarme, estaba cansada, harta de hacer esfuerzos en vano. Había perdido cualquier ilusión que él me pudiera haber creado, sin embargo necesitaba sentir su olor acariciando mis noches, necesitaba su calor aún en los días de verano, necesitaba no sentirme sola. Pero no me movería, no iría en su búsqueda desesperada, simplemente lo dejaría marchar. Porque en mi baldía cabeza seguían retumbando las palabras que, a partir de entonces, se convertirían en mi credo: Nunca busques, tan sólo déjate encontrar.

Marina L.

domingo, 7 de febrero de 2010

Primera vez*


- Nunca pienses que vas a recuperar lo que perdiste. Si se marchó de tu vida fue por algo, y en el triste caso de que volviera, te aseguro que no sería igual. Porque la primera vez es mágica, la primera vez es insuperable, pero sobre todo irrepetible. De ahí su nombre, primera vez.
Primer llanto, ¿vas a volver a nacer?; primer beso, ¿vas a olvidar, a caso, como se dan?; primera vez que viste sus ojos tristes, ¿quieres que vuelva a sufrir?; primer amor, ¿de verdad quieres que vuelva?
Son tantas las cosas que anhelamos, que deseamos volver a vivir…pero piensa, ¿no crees que precisamente eso sea lo que las hace tan increíbles?
Los recuerdos son eso, recuerdos. Antojos del pasado, pasiones acalladas del presente y esperanzas de un iluso futuro, en definitiva, un triste y maldito recuerdo que puede llegar a invadir tus días y ahogarte las noches en llantos, con sus apócrifas imágenes. No te alimentes de nostalgias amigo, ¿no crees que es mejor salir a buscar tu primera vez? –

Aquel viejo maloliente al que tanto había despreciado, me acababa de demostrar que los únicos ignorantes de la barra del bar éramos mis ojeras, mi peste a alcohol y yo, quitándome la repugnante prepotencia de un solo golpe.

Marina L.

martes, 2 de febrero de 2010

Sangre fría*


Hasta tal punto había llegado la soledad, que me encontraba sentada en la cama, en la penumbra de una noche de invierno, hablándole a un cuaderno en blanco.
La lamparita que había sobre mi cabeza proyectaba una tenue claridad que hacía renacer mi lado más oculto, mi verdadero rostro apartado de cualquier máscara maquillada de apariencias.
Mis labios aún latentes y húmedos de sangre, no paraban de recordarme lo que minutos antes aquel cabrón con alma de hiel y un asqueroso atractivo, me había hecho. Todavía notaba sus frías manos sobre mi cara, apretando con sus dedos mis desvaídos pómulos y recorriéndome el cuello como si mil cuchillas afiladas me acechasen. Era entonces cuando el pánico se apoderaba de la situación y lo único que podía sentir era la grima que me causaba aquel inmundo.
No iba a parar, no pararía de escribir, aunque aún estuviese temblando – bien por estar empapada de lluvia, bien de miedo- no dejaría aquel cuaderno hasta sentirme completamente a salvo.
Sólo me quedaba aquello, esas páginas en blanco llenas de crueles confesiones, pero tan reales como los moratones que relucían en mis muñecas. Cobijada entre frases y duras palabras, era la única manera de sentirme viva, de saber que aún existía. La tinta me hacía fuerte aún cuando la suerte, e incluso la vida, me habían dado la espalda, pues sabía que aquello era lo único que nunca nadie podría quitarme.

Marina L.
 

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