martes, 15 de mayo de 2012

El árbol marchito


¿Sabes cuando ya no puedes ni llorar? Porque el corazón se te cansa, se te agota. Cuando El mundo va más lento que nunca, o quizá eres tú, aunque tampoco quieres que vaya más deprisa por miedo a no poder seguirlo. Se te agota el corazón, se te seca y seca tus ganas. Sí, hablo de esas ganas que te hacían reaccionar: enfadarte o llorar, intentar cambiar las cosas. Y un día, el río deja de sonar. Ya no tienes más corrientes de agua templada, ni sardinas de colores cosquilleándote los pies. Ya no existen juncos que acaricien tu silueta, ni puentes que te aguarden. Ya no hay agua, ni azul, ni dulce, ni belleza.

Sinceramente, aquella tarde que doraba el último día de abril, no esperaba sentirme mejor contándole mis penas a esa pequeña libreta de bordes carcomidos, cubierta agrietada y hojas amarilleadas por un insaciable tiempo y un uso repetido. Quizá ya se había agotado el consuelo en la tinta de mi bolígrafo, que solía hacer las veces de terapeuta, o la fe en que aquello de manchar las hojas con mis porquerías me ayudaba a mantenerme a flote en la vida por mí misma.

Mi estado de ánimo y el ruido de las hojas, que no cesaban su baile por el susurro de un viento cálido pero agradable anunciante de mayo, me hicieron recordar los dulces años de la infancia. Allí mismo, bajo aquel árbol fuente de toda mi inspiración y punto de encuentro de mis pensamientos, jugaba al escondite con Alejandro, el hijo de la vecina. También me gustaba merendar sentada en su regazo, entre esas dos raíces centenarias que habían creado el asiento perfecto donde acomodarse y comerse el bocadillo de atún con aceitunas. Pero, sobre todo, allí era donde cada noche de verano, bajo la luz del candil los días que no había luna llena, mi abuelo me contaba cuentos e historietas. Y no recuerdo cual de aquellas noches decidí que quería contar historias para siempre.

Solía repetirme un cuento que le gustaba especialmente:

“¿Ves todos esos naranjos? ¿Ves aquel? El más alto, el que tiene las naranjas más grandes y brillantes. Pues ese árbol esconde una historia entre sus ramas. Una historia de un agricultor y un hombre llamado Tesón.

Un día, el agricultor decidió plantar un árbol. Puso la semilla con mucha ilusión y cada día regaba la tierra esperando con ansia y esperanza que el árbol creciera y le diera muchos frutos para comer. Empezaron a salir los primeros tallos verdes y él cada vez estaba más contento. Todos los días iba a ver al arbolito y lo cuidaba.
Cuando pasó un tiempo y el árbol se hizo grande, el hombre estaba entonces ansioso por que salieran los primeros frutos. Y así fue, un día salió la primera naranja, grande y jugosa. El hombre, con júbilo, siguió atento de aquel árbol día tras día.

Pasados los meses, el árbol no paraba de dar muchas naranjas, cada vez más ricas. Acostumbrado a tener frutos de sobra cada día, el hombre dejó de visitar a diario el naranjo confiado en que éste seguiría dándole para comer. Y pasaron días y días sin que el hombre cuidara al árbol. Hasta que una mañana se acercó a coger unas naranjas y encontró al pobre árbol con las hojas marrones y todas las naranjas pochas en el suelo. El hombre, que no llegaba a entender por qué le había pasado eso sólo a su árbol, preguntó al vecino de las tierras del al lado, el señor Tesón.

-Querido agricultor, todo en esta vida necesita de un esfuerzo. Cuando tenías la ilusión y la fe en los frutos de tu árbol, lo cuidabas cada día y le dabas tu cariño. Pero una vez que te acostumbraste a que fuera él quien te cuidara a ti dándote frutos para comer cada día, dejaste de mimarlo y de cuidarlo. Y se ha cansado de estar a tu merced, sin recibir tu atención a cambio, y se ha marchitado.

Querido vecino, todos en esta vida tenemos que ser constantes en cualquier cosa que hagamos, sobre todo, si esperamos recibir algo a cambio. Y recuerda: todos debemos ser persistentes, sobre todo, cuando nos decidimos a amar.”

Marina L.

lunes, 13 de febrero de 2012

Sólo ellos


Escuchaba el teléfono sonar desde mi bolsillo trasero del pantalón. Ni si quiera me molesté en mirar a quién se lo ocurría llamar aquel día gris y blanco en que la nieve no dejaba al descubierto ni un ápice de paisaje, ni si quiera de alegría. El humo de mi cigarro se confundía con el vaho de aquel ambiente tan húmedo y cortante. Sentía dolor en las manos, como si el hielo que se había formado en las ventanas estuviera haciendo las veces de guante.
Era cinco de enero y no precisamente un día muy especial para mí. Me sentía sola, incluso la inspiración me había abandonado. Desde que me había marchado de casa y, por ende, de mi país, le había cogido una tirria inaguantable a los días de Navidad.
Mientras terminaba aquel cigarro a ritmo de caladas prolongadas, por mi cabeza divagaban preguntas sobre mi existencia que pronto resultarían peligrosas. Pero antes de llegar al porqué de toda aquella maraña de odio, tristeza y soledad, las voces de dos personas hablando en un idioma que me resultó más que familiar irrumpieron mi voz interior.

-Cariño, esta noche vienen los Reyes Magos. ¿Qué les vamos a preparar a los niños?- la ilusión de aquella mujer de aspecto tan español como el mío, se podía leer en su voz y en el brillo que proyectaban sus ojos.
-Ya no estamos en España, y los niños ya van teniendo una edad. ¿No crees que deberíamos decírselo?-
-¿Decirles el qué?- dijo ella con expresión inocente.
-Que los Reyes Magos no existen.- dijo rotundo el que, a mi parecer, debía ser el padre.

Y se perdieron calle abajo, por un camino de suelo blanco y silencio incómodo, desapareciendo entre un manto de neblina.
Sin más, mientras veía como se evaporaban sus huellas, recordé en silencio cuando alguien me dijo una vez que los Reyes Magos no existen. Durante años lo creí. Creí que aquellos tres señores no podían existir, pues personas tan perfectas no pueden hallarse en este mundo. Son ellos los encargados de llevar cada año la ilusión casa por casa. Sólo ellos son capaces de hacer que cualquier niño se vaya a la cama temprano con la esperanza de que al día siguiente sea el mejor día de su vida. Ellos animan y consiguen que te portes bien durante toda tu vida, pues te enseñan que sin esfuerzo nunca habrá recompensa. Incluso te hacen aprender que en esta vida no todo son regalos, sino que el que lo busca también puede tropezarse con un buen pedrusco de carbón. Sólo ellos pueden hacer sonreír a cientos de niños a la vez. Ellos nos vigilan siempre, desde lo más alto, para que nunca nos equivoquemos. Y es que sólo ellos pueden hacer crecer en tu interior los nervios de una ilusión inhumana. Sólo ellos pueden sacar a relucir lo mejor de nosotros: nuestra felicidad.
Entonces, aquel día frío en el que minutos atrás había maldecido mi existencia, encendí la luz que me había tenido tanto tiempo a oscuras. Veinte años más tarde y más sola que nunca, me había dado cuenta al fin de que los Reyes Magos sí existen. Pero no son tres, sino dos.
Supongo que aquel que dijo que los Reyes Magos son los padres, se había dado cuenta de esa realidad mucho antes que yo. Sólo ellos son los reyes capaces de dibujar ilusión en nuestras vidas y, sobre todo, son los magos que hacen que exista un amor tan grande.
Y las oí llegar, las esperadas musas volvían a mi vida. Después de tanto tiempo la imaginación había vuelto. Entonces, lo supe. Aquel libro que estaba apunto de terminar iría dedicado enteramente a aquellas dos personas que me lo habían dado todo: Ellos, mis dos queridos Reyes Magos.
Y al descolgar el teléfono y escuchar su voz, tan dulce y cálida como solo sabe una madre, me eché a llorar. Tan sólo les echaba de menos.

Marina L.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Volver


“Y en diciembre caerán besos eternos, cálidos y nuestros.
Besos que quemarán el viento y cortarán el frío del invierno y la distancia.”


Creo que nunca nos hemos parado a pensar en la magia que esconden los aeropuertos. Prisas, estrés, móviles, empresarios, maletas, esperas…y quizá esto último sea lo que nos desvele lo maravilloso de estos lugares ubicados en tierra de nadie: esperar y esperar.

Puedes viajar acompañado y la espera, sin duda, no se hace tan eterna, o puedes viajar solo y darte cuenta de que hay mil historias a nuestro alrededor en las que nunca habíamos reparado, incluso la nuestra propia. Te das cuenta de que unas horas pueden ser lentas, insoportables, amargas, un martirio; o quizá puede que resulten rápidas, aceleradas, vertiginosas y aún así insoportables. Todo depende de las ganas, la ilusión o las personas que tengamos al llegar al otro lado.

El suelo estaba frío y la maleta me hacía de respaldo de un sillón imaginario. Me costaba mantenerme sentada en aquella esquina, mantenerme quieta. Daba mil vueltas; del baño a las sillas, de las sillas al panel de vuelos, del panel al baño, del baño a fumar… Los nervios estaban ahí dentro, correteando por mi barriga y haciendo temblar hasta el último rincón de mi cuerpo. Por eso decidí leer ese libro que nunca había terminado. Fue aquella cita, sí. Aquella cita fue la que, por decirlo de un modo bohemio, me inspiró a observar mi vida y lo que había alrededor como una historia echa de pinceladas de pequeñas ilusiones. Me hizo ver que no hay nada como notar que el avión saca las ruedas y éstas chocan contra el suelo de tu destino y que una sonrisa ilumine tu cara. Que no hay nada como volver a casa o a ese lugar en el que siempre soñaste estar, o aquel en el que empezarás la vida que siempre has querido. Ni si quiera hay nada como los nervios que sientes por llegar a ese lugar.

Pero lo mejor, lo que más me gusta a mí de los aeropuertos y de lo cual no pude darme cuenta hasta que viajé sola, es ese momento en que los que están y los que llegan se encuentran. No hay nada como ver a esas amigas gritando y abrazándose mientras saltan. No hay nada como ver tu nombre en un cartel y saber que ese trabajo será la llave que abrirá muchas puertas. No hay nada como ver a padres con los ojos lacrimosos mientras ven acercarse a su hijo después de meses sin tenerlo en casa. No hay nada como ver a esas parejas que se abrazan y se besan como si hubieran superado el fin del mundo. Al fin y al cabo, no hay nada como llegar y ver que alguien te está esperando. Ver que por muchos kilómetros, meses o años en los que hayamos desaparecido, siempre habrá un lugar del que no podremos marcharnos: sus corazones.

Y entonces nos damos cuenta de que tampoco estábamos tan lejos.

Marina L.

lunes, 13 de junio de 2011

Normalidad


No es un catorce de febrero, ni si quiera el tan sonado 17. Es un día normal, con una noche cualquiera y una luna común. El tiempo es normal, ni frío ni calor; las conversaciones son normales, sobre meteorología con tus vecinos en el ascensor, sobre lo mal que va el mundo con los demás...
Lo que pasa en la calle es normal, atascos en hora punta, borrachos a las mil. Mi ropa es normal, mi cara la de siempre...Pero hay algo que rompre la norma de la normalidad en este preciso momento.
Estoy sentada en mi cama, son las cuatro de la madrugada y unas ganas repentinas de escribirte me han impulsado a encender la luz. ¿Por qué? Es algo que nunca deberíamos preguntar.
Y hoy, un día normal, me he levantado para decirte algo no tan normal. Y es que quiero decirte lo mucho que te quiero, lo mucho que te echo de menos cuando estás lejos. Te digo que añoro tus cabreos entre risas, la forma en la que me hablas al oído para decirme la palabra mágica o cuando tus dedos juegan a las caricias sobre mi brazo.
¿Recuerdas? Entre el barullo de cientos y miles de personas revoloteando entre unas calles en fiestas. El mundo giraba a un ritmo acelerado a nuestro alrededor y nosotros parados y nunca separados. Abrazados en medio del caos tus ojos eran más sinceros que nunca. Los míos brillaban hasta que los destellos se convirtieron en lágrimas.
- Eres demasiado perfecta para mí-
Lo siento, pero nunca te creí.

Marina L.

domingo, 30 de enero de 2011

ELA ( VI )


Me encanta el color anaranjado de las tardes de verano, cuando el sol se enfrenta tímidamente a la oscuridad dejándose ver casi con más fuerza, si me apuras. Aún lo recuerdo. Aquella tarde el naranja de sus rayos era más fuerte, capaz de inundarlo todo. Las vías del tren brillaban como nunca, dejando al descubierto una estructura de hierro que jamás habría imaginado bonita. La luz se colaba entre las piedras de la vía creando un contraste de luces y sombras que escapaba a la realidad. El tren, parado en su último destino, dejaba que el sol jugara a sus anchas por los asientos y pasillos. La estación vestía el naranja casi mejor que él.
Fue un instante el que cambió mi vida. No pude ver sus ojos, pero sí sentir sus brazos rodeándome. Un extraño, en realidad, no era más. El extraño de la noche anterior ahora estaba allí, rogándome que no cogiera aquel tren e intentando ganar un beso.
“Eres preciosa”. No bastó más. Había algo en su voz, en aquella forma de tocarme, que me impulsaba a estar con él. Apenas un roce, no llegó a la categoría de beso siquiera, pero conseguimos congelar el tiempo aún estando a treinta grados.
Siempre pensé que las escenas de enamorados en la estación tan sólo eran cosa de película. Me equivocaba. Fuimos por un instante dos protagonistas bajo el cielo anaranjado de una tarde de verano, con el tiempo en su contra y con el miedo de una distancia que no querían imaginar en cuanto ella pisara el tren. Juntos, el uno contra el otro, a un suspiro de darse un beso cargado del deseo de volver a verse.
Y las puertas se cerraron. Él fuera, aún parado en la estación, cual artista sin su musa. Yo dentro, dirección contraria a sus brazos, pero con la seguridad de que aquel beso jamás quedaría inacabado.

El león azul
Marina L.

lunes, 27 de diciembre de 2010

ELA (V)


Hay quien dice que el destino no existe. Quien dice que unas flores en un determinado momento no significan nada y quien asegura que un beso a la luz de las velas no supone nada. Yo fui de esas personas durante un tiempo. Era una incrédula, de las que ni si quiera creen en las casualidades, y la encargada de quitarle la magia a todo, incluso al más impensable de los momentos.
Tal vez fueron sus manos, esa sonrisa torcida y bobalicona cuando me miraba detenidamente o el simple hecho de cerrar los ojos mientras su nariz jugaba con la mía, sin más pretensiones que quedarse allí parado a escasos centímetros de mis besos y tan sólo imaginando que era suya. Tal vez fue su forma de no dejarme huir, de no dejarme tranquila cuando se lo pedía, porque en realidad él sabía que le estaba pidiendo a gritos que no me soltara de la mano. Quizá fue el verde de sus ojos o el ritmo al que latía su corazón cuando me abrazaba y yo me acurrucaba cómodamente en su pecho, a la vez que cerraba los ojos pensando que en aquel momento no habría lugar en el mundo en el que estuviera más protegida que entre sus brazos.

Nunca sabré que fue lo que me llevó a estar aquel día en la cama, envuelta en deseo y acariciando cada rincón de su piel con mis labios. Mi cuerpo se derretía al son de sus dedos dibujando en mi espalda un pentagrama con notas de pasión que subían lentamente con la delicadeza de la melodía de un piano recorriéndome el cuello para, más tarde, anidar en mi oído. Nuestra respiración se agitaba cada vez más y nuestros labios se fundían en uno, mientras todos los músculos temblaban ante tal actuación. Nunca lo sabré.
Cerré los ojos y recordé. Estábamos en un banco de piedra, empezaba a refrescar pero no importaba. De fondo una especie de rock and roll sonaba junto al grito de mil quinceañeras, y nuestro único grito era el silencio. Silencio mientras nuestros ojos se encontraban, descubriendo un nuevo brillo y un nuevo color bajo la luz amarillenta de las farolas. Silencio mientras nuestras bocas se cruzaban, rozándose apenas. Silencio mientras, simplemente, nos sonreíamos. Entonces descubrí la poca importancia de las palabras, a su lado lo racional se desmoronaba, dejaba de existir. A su lado reinaba el sinsentido, la magia.
Y no sabía que había dejado de ser una incrédula desde el momento en que le conocí.

El León Azul

Marina L.

domingo, 28 de noviembre de 2010

ELA ( IV )


Aún recuerdo el día que le conocí. En realidad mi primer contacto con él no fue visual, más bien lo primero que conocí fue su voz. Al fondo de aquella sala, sentado en la última fila de esas sillas rojas que daban un aire de seriedad y romanticismo al asunto, y con ademán indiferente se encontraba él. Un chico que no había visto nunca, a pesar de llevar más de un mes asistiendo a aquellas clases de teatro.
Supe de su existencia cuando habló por primera vez y yo, con curiosidad, giré la cabeza tímidamente para descubrir de dónde procedía aquella extraña voz. Quedaría precioso decir que surgió la química a primera vista, pero sería mentir. A mi parecer, el chico de la última fila no era más que otro orgulloso de los miles con los que suelo tropezarme, o al menos eso daba a entender por su aspecto. Llevaba una gorra que disimulaba una melena desaliñada, sus facciones se escondían tras esa barba de naufrago que al menos, a mi gusto, le daba un toque interesante. Vestí ropa ancha, unas dos tallas más grande de la suya. En condiciones normales, habría huido de él.
Ese fue nuestro primer momento, en una habitación tan sólo a unos metros y sin saber si quiera nuestros nombres. Sin embargo, a los pocos días la situación volvió a repetirse, pero ahora era yo la chica de la última fila. Podía divisar su gorra dos asientos más adelante, sabía que era él, su postura era inconfundible. Y mientras examinaba sus gestos y su aspecto de arriba a abajo con aquella cara de asco innato que no podía controlar cada vez que alguien de tales condiciones me quitaba el sitio, se giró para hablarme. Entonces pasó. Fue algo realmente curioso, a los cinco minutos de hablar, el boceto y los esquemas que había trazado sobre él quedaron reducidos al absurdo. Tan sólo mantuvimos la típica conversación superficial de la primera toma de contacto, aquella que más bien se hace por cortesía. Pero sorprendentemente, vi algo más allá de ese banal diálogo. Estaba segura que podría valer la pena conocer a aquel tipo que, así sin más, había aterrizado en mi vida. Usaré el tópico: algo en mi interior me lo decía.
Y se fue. La última imagen que recuerdo de aquel día son sus andares, con una mano en el bolsillo y la otra peinándose la barba, mientras se dirigía al que, más tarde, se convertiría en el famoso coche azul. Su sonrisa se dibujó a través del cristal, mirándome. Pero nunca imaginé que el adiós de esa despedida no volvería a repetirse, al menos hasta dentro de unos meses.

El León Azul
Marina L.
 

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