domingo, 25 de abril de 2010

VIII.


Y me encantaba ver como seguían revolcándose en la mierda, en su propio ego y en su propio engaño. Creían que el mundo estaba en su mano, que todos comían a la hora que ellos querían. Ahora te mueres de hambre, luego te doy migas. Eran dueños de todo, dueños de todos. Sí, de toda esa falacia que consideraban su vida.
¿Pensabais que sois los mejores a la hora de manipular, verdad? Porque, claro, nadie se da cuenta de que los estabais engañando como a perros.
Si se tratara de un relato de terror diría que mis ojos estaban inyectados en sangre y que, con cuchillo en mano, me dirigía a asesinar sin pudor a todo aquel que me estorbara. Pero no, en realidad el rencor que nunca se había manifestado, ocupaba ahora el lugar de la sangre; y en vez de un cuchillo como alma letal, tenía un bolígrafo dispuesto a matar con palabras cualquier injusticia, a cualquier injusto más bien; a todos los que se habían creído superiores- sí, superiores en grado de idiotez, diría yo-; los que convirtieron mi vida en la cinta de la caja de un supermercado; y así seguiría, nombrando a más de la decena de miserables que habían pasado por mi vida hasta el momento. ¡Y dios sabe los que quedarían!
Aunque aquella noche ya cerré el pacto de condiciones impuestas a partir de entonces, conmigo misma. Era hora de bajar la barrera, de restringir el paso y ponerle freno a este tráfico de memeces- por no decir mamones, simplemente- que me conducían al borde de la locura más racional. Porque era en estos casos cuando mi “yo” más ecuánime se plantaba ahí, causando una guerra en mi interior. Y me ardía la sangre al pensar que andaban por ahí sueltos, por el mundo como reyes por palacio. ¡Con la de futuras víctimas que no estaban al tanto de sus delitos!
Pero así es la vida, y así va el mundo...supongo.

HB
Marina L.

domingo, 18 de abril de 2010

VII.


La pequeña ingenua había muerto.
Estaba sentada en la cama, con una mano en puño, clavándome las uñas en la palma; y con la otra apretando el bolígrafo contra el papel, cual arma contra cuerpo. La tinta sangraba con rapidez, impulsada por la ira que tenía entre los dientes.
Estaba harta. Harta de todo y de todos. De todos aquellos que violaron a la pequeña ingenua. Pues ahora estaba muerta, ¿y qué? Ya nadie más se aprovecharía de ella.
Llevaba toda la vida escuchando esos comentarios odiosos que, en un principio, te afectan tanto que incluso pueden llegar a variar tu vida. Sin embargo, cuando ya has aprendido a golpes de palo, te das cuenta que esos comentarios son tan absurdos, o menos, que las personas que los han proyectado como si de un misil destructor se tratara. Pues yo ahora vestía un chaleco antibalas por uniforme.
Y ya estaba cansada. Cansada de oírlos y de pasar de ellos. Nunca seré capaz de entender por qué la gente se dedica a criticar a los demás. Parece ser sencillo, pero eso de meterse en la vida ajena para opinar mal- porque nunca oirás una crítica constructiva en uno de esos comentarios- de lo que uno haya hecho o haya dejado de hacer, para mí era lo más incomprensible hasta el momento.
Tal vez mi vida fuese demasiado complicada, más que la de los demás, porque yo ya tenía suficiente con todo el caos que día a día escribía mi biografía. ¡Cómo para preocuparse por las complicaciones de otro!
En todo caso, estaba cansada de encontrar narices ajenas en mis sopas, en cada esquina y hasta en el baño. Mi vida era mía, pero sentía que no podía usarla con libertad. ¿Y qué pasa? que me había creído que todas aquellas personas estaban ahí como escalones en el camino. Pero la pobre ingenua no se dio cuenta de que simplemente eran piedras que lo entorpecían, hasta que murió.
En fin, quizá todo ese rencor tuviera nombre… ¿Envidia tal vez? Puede ser. Sí, creo que así lo llaman.

HB
Marina L.

domingo, 11 de abril de 2010

VI.


Las seis de la mañana. Hacía tan sólo una hora que me había camuflado entre el edredón. Los agudos ronquidos provenientes de la otra habitación perturbaron mi sueño, era imposible dormir. El sol comenzaba a asomarse tímidamente por las ranuras de la persiana y supuse que debía quedar nada para que sonara el despertador.
Cansada de intentar provocar el sueño, no pude evitar ponerme a pensar. Te aseguro que es de lo peor que puedo hacer, no sabes lo peligroso que puede llegar a ser estar en mi cabeza mientras el tráfico de pensamientos fluye, se atasca y se accidenta.
Aquella madrugada, con mil ronquidos como banda sonora, me sorprendí a mí misma. Su imagen estaba fija en mi cabeza, su sonrisa inmóvil y sus ojos clavados en mi sien. No entendía nada. Solamente lo había visto unos minutos y sin embargo, no podía apartar aquel rostro de mi pensamiento. Era todo tan extraño. Lo recordaba como a quien conoces de toda la vida, a la perfección. La sensación de confianza había crecido de forma natural sin esperarlo, y ya notaba la ilusión en la punta de los dedos de los pies, corriendo hacia arriba a una velocidad de escándalo.
¿Quién era? Un chico andaluz. Unos ojos azul océano, con un brillo único que llamó mi atención y me hipnotizó de tal forma que no podía dejar de encontrarme con ellos. Una sonrisa bonita, sincera, tímida, que creaba ese clima de confidencialidad. A parte de eso, no…no sabía quién era.
Estaba totalmente loca. Me había obsesionado con alguien que sólo había visto a través de la ventana. Es cierto que hablé con él unos segundos, o tal vez unos minutos, y eso fue lo que abrió la puerta a mi imaginación. No, yo no creía en el amor a primera vista. Únicamente era atracción seguida de obsesión.
Me preguntaba si habría actuado bien poniéndole trabas en su acercamiento a mí. Quizá había sido demasiado borde. Quizá si hubiera llegado a serlo menos, ni se hubiera esforzado en hablarme. Quién sabe. Otra vez el famoso pulso cabeza vs corazón volvía a las andadas, aunque bueno, últimamente siempre estaba presente.
Pensé buscarlo, quedarme horas en la ventana por si volvía a pasar. Gracias a dios, el pipi pi del despertador hizo sonar en mi cabeza un resquicio de cordura. En todo caso, lo mejor sería olvidar.

HB
Marina L.

domingo, 4 de abril de 2010

V.


Por fin había vuelto. Más débil o más fuerte, no lo sabía. Pero el caso es que ya echaba de menos coger un bolígrafo y estas hojas de papel a cuadros para escribir, a altas horas y con los ojos medio cerrados por el cansancio, las tonterías que se me pasaban por la cabeza a lo largo del día.
Como he dicho antes, no sé si había vuelto más fuerte o más débil, sólo sé que no sabía nada. Algo extraño me había sucedido en ese tiempo en que parecía haber desaparecido por completo. Me adentré en un paréntesis temporal en el que los minutos corrían como la horchata que llevaba en las venas. Pero aún así, no me había desesperado. Permanecí allí adentro, ignorante de la realidad, indiferente ante lo que pasaba. Hasta que el mundo había vuelto a girar. Alguien había pulsado el “play” de mi vida, que ahora se aceleraba a cada paso que daba.
Miedo. La seguridad y la confianza, ese algo que semanas atrás había entrado en mí y me había sacado tantas sonrisas como segundos hay en el día, se transformó en el nauseabundo miedo que sentía así sin más.
La incertidumbre era ahora mi escolta diaria, mi compañera de piso, de cama…de vida. Sentía que a cada paso que daba, debía enfrentarme a dos caminos tan aparentemente iguales. Sin embargo, uno era el bueno, el correcto; y otro el erróneo, ese que puede convertirse en la cruz de tu mundo. Y tenía que elegir rápido si no quería que la corriente me atrapase.
No sabía por qué, pero tenía la sensación de estar adentrándome en lo oscuro de un bosque sin salida. Y eso, sin duda, me asustaba cada vez más. Entre ramas y tímidos pasos en falso, conseguía mantener el equilibrio en la jungla más fatídica que existe: la de las decisiones.
El vaivén de asentimientos y negaciones construía una vida dedicada al frenesí de la incertidumbre. Si hacía lo que mi cabeza dictaba, notaba el hueco vacío de no saciar los sentimientos. Si seguía la sentencia del corazón, la sensación de estar equivocándome me carcomía por dentro.
Y entonces, ¿a quién tenía que escuchar? Nunca debí hacerme mayor.

HB
Marina L.
 

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