domingo, 28 de marzo de 2010

IV.


No me gustan para nada las montañas rusas. Tan sólo disfrutaba la velocidad con la que suben, cuando parecía que iba a salir proyectada al cielo y caer en cualquier lugar, Dios sabe dónde. Pero odiaba con todas mis fuerzas esos malditos tramos en los que casi estabas tocando el firmamento con los dedos de los pies y en décimas de segundo, la velocidad que antes me había enamorado, te deja hundido en la miseria. Odiaba las montañas rusas por esos asquerosos altibajos, y eso que mi vida era una puta montañita de éstas.
En realidad mi existencia era algo así como una feria. Todo muy bonito, lleno de música, luces, atracciones, algodón de azúcar…Hasta que vas a comprar tu fichita tan ilusionado y dentro de la caseta del tiovivo, te encuentras un gitano con cara de amargado y de timador en potencia. Sin duda, echa para atrás. Aunque si no te gusta esta comparación, también podría considerar mi vida como un circo nómada: divertido, construido al calor de las sonrisas más inocentes, vestido de colores que arropan…pero también lleno de payasos y animales. Además, tristemente, yo era la protagonista.
¿Qué por qué te digo todo esto? Pues porque, sin ir más lejos, aquel día había estado montada en un vagón de esas montañas rusas, metafóricamente hablando. Había despertado tan bien, tan contenta. Con esa sensación de que era mi día, pues aquella sonrisa que vestía mi adormilado rostro no podía engañarme.
¿Nunca te ha pasado? Que has despertado, pero aún así sigues soñando. Todo era tan mágico, el sueño de esa noche me había sentado tan bien. Además lo recordaba a la perfección, todo tenía sentido (cosa no muy común en mi; el tener sentido, digo.). Hasta que de repente caí del nido. Un rayo de luz no sólo me cegó al abrir la puerta, sino que me devolvió a la realidad. No tenía nada de lo soñado, volvía a poseer mi triste y monótona vida gris. Ya está, había rodado cuesta abajo.
Ya la teníamos para todo el día, mi sueño ya no tenía sentido. En realidad, mi siempre biografía carecía de sentido. Malditos días nublados.

HB
Marina L.

domingo, 21 de marzo de 2010

III.


Somos causa causada, podemos ser y no ser, estamos creados con un fin… Definitivamente, me estaba volviendo loca. Mis apuntes parecían haber cobrado vida y manipulado el resquicio de cordura que habitaba en mi mente.
Más pastillas, necesitaba otra dosis de respiración. No pienses que soy una simple drogadicta enganchada a un medicamento por placer. Eran necesarias sino quería que me encontrasen acurrucada en el suelo, víctima de la hiperventilación.
Mientras aquellos dos trozos redondos de productos tan naturales como la cirugía plástica se derretían en mi boca, la concentración ya me había abandonado y me encontraba divagando por un mundo muy paralelo al de las frases amarillo fosforito de mis apuntes.
No sé porque, pero unas extrañas ganas de tener a una persona especial a mi lado me invadieron, evadiéndome de todo lo demás. Me preguntaba por qué estaba sola, pero me extrañaba más el porqué me estaba haciendo tal cuestión. Sin embargo, me gustaba el juego. Me prometí ser sincera en mi silencio y abrir la mente a la búsqueda de posibles razones.
Con una persona especial me refiero a un chico. Sí, un hombre, varón, tío, macho...llámalo como quieras. Alguien del sexo opuesto capaz de dedicar su tiempo a mí. Aquella persona en la que yo formara parte vital de su universo.
Estaba bien así, siendo libre, me refiero. Muchas veces llegaba a la conclusión de que era incluso mejor estar soltera, sin complicaciones, ni malentendidos, ni comeduras de cabeza. Sin embargo, otras veces lo necesitaba. Necesitaba complicarme la vida un poco, calentarme la testa un rato e incluso sentirme celosa. Ya sabes, soy un bicho raro.
En realidad quería saber qué era aquello. Eso de no poder vivir sin la otra persona, el sentirte incompleto, vacío, sin sus miradas. Cambiar tu mundo por él. Pero… ¡ei! Ya era hora de pasar de página.
Y regresé a mis frases, cobijándome en ellas, por si acaso volvía a cuestionarme la existencia.

HB
Marina L.

domingo, 14 de marzo de 2010

II.


Dos pastillas bajo la lengua y a dormir con un atisbo de sonrisa en mi rostro. Empezaba a pensar que depender de aquellas pequeñas e insípidas dosis de relax no debía ser lo más sano, pero las ojeras y el cansancio me lo pedían a gritos.
Normalmente suelo recordar los sueños, aunque creo que aquella noche no soñé absolutamente nada. Caí rendida a los efecto del alcohol que minutos antes había subestimado. Desperté enroscada en un dolor de cabeza y el cuerpo dolorido, como si la conciencia me hubiera maltratado a golpes de martillo mientras estaba regalada al encanto de la almohada. Creí no haberme ido a la cama lo suficientemente borracha como para padecer aquella resaca que jugaba en mi cara y revoloteaba en mi cabeza. Sin embargo, sabía que todo lo que había dicho la noche anterior, aquello de ser verdaderamente yo, no habían sido simples delirios del fondo de la botella o quimeras de barras de bar, porque curiosamente seguía con esa agradable sensación en mi interior. Notaba que la libertad había llegado para quedarse, estaba segura. Mi “yo” fue tocado por la verdad y decidió desnudarse, hasta ser detenido por escándalo público.
Hundida en el sofá y con una bolsa de crujientes patatas fritas, sufrí unas enormes ganas de viajar. Viajar a la aventura. Hacer una maleta con ropa veraniega y otra en la que abundaran las capas, el abrigo. Dejarme caer en un aeropuerto acompañada por la incertidumbre y la adrenalina de esperar al último minuto de algún vuelo, para aterrizar donde el mismo viento me hubiera llevado. No saber lo que te espera, dónde vas a pasar las noches, lo que llegarás a vivir allí donde quiera que el caprichoso destino te haya enviado. Eso era lo que en realidad me gustaba, convertir mi vida en constante devenir y en un gran sueño a cumplir.
Tal vez la grasa de las patatas me había inundado hasta las ideas, pero sentía la necesidad de incluir aquello en mi lista de objetivos. Lo pondría entre ser feliz y escribir un libro. Sí, ahí estaba bien.

HB
Marina L.

domingo, 7 de marzo de 2010

I.


Un poco bebida y atiborrada a tabaco, pero aún así con el último cigarrillo del paquete consumiéndose al ritmo de caladas prolongadas, descubrí que por una vez en la vida había comenzado a ser yo. No es que fuera ebria, de lo contrario habría sido imposible llegar hasta la cama con la cantidad de ideas pesadas que rondaban mi cabeza aquella noche, sino que simplemente me había cansado de tonterías, de caretas, apariencias, inhibiciones y todo eso que ahora está tan de moda. Hablo del mundo diva y del “qué dirán”. Ya tenemos suficiente con vivir, como para preocuparnos de las sandeces que se les pasen a los demás por la cabeza, ¿no crees?
Sentía el humo dirección pulmones, limpio y seco. Dolía. En realidad, ni si quiera me gustaba notar cómo el alquitrán quemaba mi garganta, provocándome esa tos de inexperto fumador, ni cómo la nicotina bailaba por ahí a sus anchas. No me gustaba, pero me relajaba y era justo lo que necesitaba. La ansiedad se había apoderado de mi respiración ya unas semanas atrás y seguía sin devolvérmela. Era torpe respirando, como si acabara de nacer. Lo sé, es un tanto paradójico: fumar para poder respirar mejor. Pero de eso va la vida, ¿no? Pura paradoja.
Sí, soy un bicho raro y aquella noche supe que me encantaba serlo, porque ni más ni menos así era toda yo, un bicho raro. Tanto tiempo creyendo ser lo que no era, que había olvidado mi forma de pensar, la manera de hablarme a mí misma cuando únicamente se oían mis suspiros; en definitiva, olvidé mi verdadera forma de ser. Esa que cuando estáis a solas, tú y ella, no puedes controlar. Y así, sin comerlo ni beberlo, salió a flote. Tal vez mis dieciocho años empezaron a surgir efecto, pero me sentía extrañamente bien. Todo aquello que rondaba mi cabeza, salía por mi boca con la naturalidad de la que siempre había estado celosa.
Tenía sueño, pero no dormía. Algo en mi interior estaba haciendo de las suyas, jugando con sustancias prohibidas que alteraban mi existencia. Sin embargo, comenzaba a ser adicta a esa sensación. Quizá me costara respirar, dormir o mantener mi mandíbula relajada, pero así me sentía más viva que nunca.
Estaba sola, aunque no podía pedir más. Tan sólo otro cigarrillo y, ¿por qué no?, otra copa.

HB
Marina L.

sábado, 6 de marzo de 2010

HB


martes, 2 de marzo de 2010

Ceda el paso*


Ahora tengo yo el control. El volante se desliza suavemente entre mis manos, siento la velocidad al rozar el acelerador, el sol ilumina la carretera. Ha llegado mi momento.
Aún noto las tijeras cortando mi pelo húmedo, el sabor a chocolate en mis labios, el colorete de mis mejillas y el rímel en las pestañas. Mis tacones viajan de copiloto, ese perfume rosa y dulce inunda el coche. El móvil suena sin parar con la odiosa e inoportuna canción que me aparta de mi universo y siempre me devuelve al mundo hostil del que venimos o que, más bien, hemos creado. Subo el volumen de la radio, la música se apodera de mis sentidos, abro la ventanilla y grito. Grito y grito, ahora soy yo. Grito, pues soy libre. Grito, pues me siento viva.
Me había negado a continuar así, sentada a la espera de algo que dicen llamar felicidad. Se me estaba escapando la vida apoltronada delante de esa hoja asquerosamente blanca, y no podía aguantar ni un minuto más el ser consciente de aquello, de mi propio suicidio. Por eso, aquella tarde la bravura de mujer salió a mi encuentro.
Cogí las tijeras y, sin pudor alguno, comencé a cortar esos largos y formales mechones que hacían aún más amarga mi expresión. Abrí el frigorífico y ataqué la tableta de chocolate que tanto tiempo había sido mi tentación. Recuperé el maquillaje guardado en lo hondo del cajón, pinté mis labios del rojo más apasionante que encontré, el rosa de mis mejillas hacía resaltar aún más esos ojos que habían estado ocultos tras la indiferencia, ahora marcados con una línea que los revelaba más intensos que nunca. Y vestí aquellos tacones infinitos, que hacían retumbar allí donde pisara. Había llegado la hora. El coche me esperaba, dispuestos ambos a retomar el control.

Marina L.
 

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