jueves, 8 de diciembre de 2011

Volver


“Y en diciembre caerán besos eternos, cálidos y nuestros.
Besos que quemarán el viento y cortarán el frío del invierno y la distancia.”


Creo que nunca nos hemos parado a pensar en la magia que esconden los aeropuertos. Prisas, estrés, móviles, empresarios, maletas, esperas…y quizá esto último sea lo que nos desvele lo maravilloso de estos lugares ubicados en tierra de nadie: esperar y esperar.

Puedes viajar acompañado y la espera, sin duda, no se hace tan eterna, o puedes viajar solo y darte cuenta de que hay mil historias a nuestro alrededor en las que nunca habíamos reparado, incluso la nuestra propia. Te das cuenta de que unas horas pueden ser lentas, insoportables, amargas, un martirio; o quizá puede que resulten rápidas, aceleradas, vertiginosas y aún así insoportables. Todo depende de las ganas, la ilusión o las personas que tengamos al llegar al otro lado.

El suelo estaba frío y la maleta me hacía de respaldo de un sillón imaginario. Me costaba mantenerme sentada en aquella esquina, mantenerme quieta. Daba mil vueltas; del baño a las sillas, de las sillas al panel de vuelos, del panel al baño, del baño a fumar… Los nervios estaban ahí dentro, correteando por mi barriga y haciendo temblar hasta el último rincón de mi cuerpo. Por eso decidí leer ese libro que nunca había terminado. Fue aquella cita, sí. Aquella cita fue la que, por decirlo de un modo bohemio, me inspiró a observar mi vida y lo que había alrededor como una historia echa de pinceladas de pequeñas ilusiones. Me hizo ver que no hay nada como notar que el avión saca las ruedas y éstas chocan contra el suelo de tu destino y que una sonrisa ilumine tu cara. Que no hay nada como volver a casa o a ese lugar en el que siempre soñaste estar, o aquel en el que empezarás la vida que siempre has querido. Ni si quiera hay nada como los nervios que sientes por llegar a ese lugar.

Pero lo mejor, lo que más me gusta a mí de los aeropuertos y de lo cual no pude darme cuenta hasta que viajé sola, es ese momento en que los que están y los que llegan se encuentran. No hay nada como ver a esas amigas gritando y abrazándose mientras saltan. No hay nada como ver tu nombre en un cartel y saber que ese trabajo será la llave que abrirá muchas puertas. No hay nada como ver a padres con los ojos lacrimosos mientras ven acercarse a su hijo después de meses sin tenerlo en casa. No hay nada como ver a esas parejas que se abrazan y se besan como si hubieran superado el fin del mundo. Al fin y al cabo, no hay nada como llegar y ver que alguien te está esperando. Ver que por muchos kilómetros, meses o años en los que hayamos desaparecido, siempre habrá un lugar del que no podremos marcharnos: sus corazones.

Y entonces nos damos cuenta de que tampoco estábamos tan lejos.

Marina L.
 

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