
Aún recuerdo el día que le conocí. En realidad mi primer contacto con él no fue visual, más bien lo primero que conocí fue su voz. Al fondo de aquella sala, sentado en la última fila de esas sillas rojas que daban un aire de seriedad y romanticismo al asunto, y con ademán indiferente se encontraba él. Un chico que no había visto nunca, a pesar de llevar más de un mes asistiendo a aquellas clases de teatro.
Supe de su existencia cuando habló por primera vez y yo, con curiosidad, giré la cabeza tímidamente para descubrir de dónde procedía aquella extraña voz. Quedaría precioso decir que surgió la química a primera vista, pero sería mentir. A mi parecer, el chico de la última fila no era más que otro orgulloso de los miles con los que suelo tropezarme, o al menos eso daba a entender por su aspecto. Llevaba una gorra que disimulaba una melena desaliñada, sus facciones se escondían tras esa barba de naufrago que al menos, a mi gusto, le daba un toque interesante. Vestí ropa ancha, unas dos tallas más grande de la suya. En condiciones normales, habría huido de él.
Ese fue nuestro primer momento, en una habitación tan sólo a unos metros y sin saber si quiera nuestros nombres. Sin embargo, a los pocos días la situación volvió a repetirse, pero ahora era yo la chica de la última fila. Podía divisar su gorra dos asientos más adelante, sabía que era él, su postura era inconfundible. Y mientras examinaba sus gestos y su aspecto de arriba a abajo con aquella cara de asco innato que no podía controlar cada vez que alguien de tales condiciones me quitaba el sitio, se giró para hablarme. Entonces pasó. Fue algo realmente curioso, a los cinco minutos de hablar, el boceto y los esquemas que había trazado sobre él quedaron reducidos al absurdo. Tan sólo mantuvimos la típica conversación superficial de la primera toma de contacto, aquella que más bien se hace por cortesía. Pero sorprendentemente, vi algo más allá de ese banal diálogo. Estaba segura que podría valer la pena conocer a aquel tipo que, así sin más, había aterrizado en mi vida. Usaré el tópico: algo en mi interior me lo decía.
Y se fue. La última imagen que recuerdo de aquel día son sus andares, con una mano en el bolsillo y la otra peinándose la barba, mientras se dirigía al que, más tarde, se convertiría en el famoso coche azul. Su sonrisa se dibujó a través del cristal, mirándome. Pero nunca imaginé que el adiós de esa despedida no volvería a repetirse, al menos hasta dentro de unos meses.
El León Azul
Marina L.