viernes, 27 de agosto de 2010

ELA ( II )


Tres, un número peligroso, casi tanto como ese cariño temerario que desprendía sin quererlo. Aquel que se me había resbalado de entre las manos y había dejado suelto, azotando almas y arrebatando ilusiones. En definitiva, un cariño asesino que estaba deseando matar a besos a todo aquel que le mostrara un apéndice de afecto. Entonces, entraba en juego el número tres.
Nunca le llamé Amor, no me atreví a ponerle ese nombre que conlleva locuras entre sus sílabas, pero llegué a plantearme si Obsesión habría sido el apelativo más idóneo. De todas formas no fui capaz de nombrarlo, asique seguí llamándolo Cariño. Cariño, él y yo. Una simple regla de tres en la misma frase, por lo que no podía faltar X.
Sus palabras retumbaron en mis oídos cuando las leí en voz alta por tercera o cuarta vez. Se notaba la tristeza entre sus letras y el temor en mi voz, que vibraba al compás de la incertidumbre que marcaba aquella situación. “Debo contarte algo cuanto antes.”
Quise llegar antes, sólo para poder verle de lejos. Tenía demasiado frío, pero no me importaba esperar sentada en aquel banco de piedra a que llegara en su coche para resguardarnos del helor de la noche. Lo vi al final de la calle, atravesando las piedras que adornaban los jardines de la zona. Había venido andando, por lo que deduje que el frío tan sólo acababa de empezar.
Su silueta se recortaba bajo la claridad parpadeante que ofrecía la farola situada a unos metros de donde nos encontrábamos el miedo y yo. Envuelto en un abrigo negro y prácticamente camuflado en la oscuridad, se acercó lentamente y me arropó, entrelazando sus dedos por detrás de mi cintura. No quería que abriese la boca, no quería que me contara nada de lo que pasaba, quería vivir para siempre en ese momento. Un silencio tan abrumador que en mi mente sonaba melancólico nos acogía; el olor de esa colonia que conseguía erizarme aún cuando él no estaba, rozaba mi pelo; y sus labios tan cerca de los míos eran el resurgir de mi lado más inconfesable. Pero su mirada de hielo roto, atravesada de tristeza, hacía añicos todos los esquemas de lo que habría sido la noche más cálida en pleno invierno.
De la mano, sin poder soltarme de la suya, y en ese banco de piedra helado fue la primera vez que morí por unos segundos. Ahora también jugaba X.

El león azul

Marina L.
 

.