Tenía demasiado cariño al alcance de sus manos. Era peligroso saber que lo había dejado al descubierto; vale que fuera verano, pero no estaba acostumbrado a pasear a la intemperie y podría caer enfermo en cualquier momento, quemado por unos rayos de sol demasiado intensos o dañado por la fuerza de un cuerpo ajeno que le rozara sin quererlo.
“Ten cuidado con lo que deseas”, recuerdo que me susurró antes de marcharse en su coche, ese que buscaba hasta en sueños, el que día tras día creía encontrar en cualquier parte, sólo para poder verle a él aunque fuera cosa de un segundo. Pero no le había hecho caso, no le encontraba sentido a temer aquello que tanto quieres, hasta esa tarde.
En bandeja, así era como tenía servido todo lo que llevaba dentro. Había deseado querer, poder querer a alguien, y ahora estaba sufriendo aquel maldito deseo en las entrañas. Ardía, pero no más que sus manos a un centímetro de las mías, no más que sus ojos perdidos en la nada, no más que aquellas palabras que estaba deseando callar con un beso. El viento dulce de verano soplaba batiendo mi pelo y agitando mis latidos, haciendo un cocktail sólo apto para mayores de edad. Alcohólica es lo que era en ese momento, una loca de atar que había dado todo por perdido y se había tirado a la bebida de sus labios, contagiándose de la estupidez que padecen los borrachos de amor.
Sabía que no podía quererlo, no por aquel entonces, pero era imposible controlar aquello que me salía fortuitamente, como si todo aquel cariño hubiera cobrado vida y desfilara por las calles, dejándose ver más de la cuenta. Pero ese cariño era débil ante cualquier adversidad, más bien ante cualquier gesto que acariciara su talón de Aquiles, o ante toda su persona en sí, para qué engañarnos. Un cariño peligroso, pues estaba deseando ser calmado por abrazos, besos o palabras, no le importaba, aunque en ello se llevara la vida, desgraciadamente, no sólo la suya y, por ende, la mía.
El León Azul
Marina L.