
Las obras maestras no existen. Y los humanos las buscan sin cesar.
No podemos negarlo, vivimos buscando la perfección, lo soñado tantas noches, bien mientras tus pestañas se entrelazaban forjando la cerradura de tus párpados, bien mientras tus ojos dejaban pasar la luz, clavados en un punto fijo, ausentes y ajenos a todo. Dormidos o despiertos, soñamos con alcanzar lo imposible.
Probablemente pensarás que me equivoco y que sí existen obras maestras. ¿Los clásicos literarios, por ejemplo? No, ni el Quijote ni Hamlet lo son, y mucho menos lo fueron. Te puedo asegurar, gracias a este sentimiento innato que me regala el olor a tinta y el sonido de las palabras, que ni Cervantes ni Shakespeare, ni el más famoso escritor; cineasta; deportista; ni tú, ni nadie ha encontrado su obra maestra. Nunca será perfecta, siempre habrá algo por lo que nos parezca insuficientemente buena, y entonces seguimos buscando, seguimos soñando. La esperanza siempre seguirá anclada en nuestro ser, no podemos evitarlo.
Pero en esa incesante búsqueda desesperada por encontrar la puerta a la felicidad, no nos damos cuenta que nadamos en círculos cada vez más cerrados, derrapando y volando bajo, dejándonos los bajos; los labios; los besos; las ganas y la ilusión. Una nube de humo nos venda los ojos y llegados al final, chocamos contra el muro de la realidad, sin nada que nos proteja y sin poder ver bien lo sucedido. Entonces, todo vuelve a empezar.
“Un poco bebida y atiborrada a tabaco”, así comenzó todo y así sigo hoy. Recuerdo aquella primera noche en la que me sentí impulsada a coger esta libreta y un bolígrafo, el optimismo inundaba la tinta que plasmaba con rapidez, las palabras nacían y revoloteaban por el papel, cual mariposa recién salida del capullo, torpes pero seguras.
Hacía tiempo que no me dejaba ver, más bien leer, no sé si por aquello a lo que llamé miedo; si por tantas frustraciones como he contado; si por esos amores y desamores de película vividos a través de un cristal o si fue por todos los desbarajustes que escriben mi vida; pero desistí y dejé de buscar entre estas paredes las esquinas por las que encontrar y enhebrar mi obra maestra.
Esta noche he vuelto a sentir la necesidad de notar el roce del papel en mis manos y la humedad de la tinta en mis nudillos, sólo para decir una palabra: Adiós. Sí, es una despedida, aunque más que “adiós”, me gustaría llamarlo “hasta luego”. No sé a dónde voy ni a dónde llegaré, tan sólo tengo claro que todo este tiempo vivido a través de la ventana ha acabado.
Nuestra obra maestra no se encuentra encerrada entre cuatro paredes ni en una piel, ni siquiera en dos. Es un alma libre. Dejemos de encerrarnos en la perfección, pues es la que no nos permite ver nuestra verdadera excelencia, el culmen de nuestra obra.
Enfrentarme al mundo, eso es lo que haré. Ya estoy cansada de hibernar.
HB
Marina L.